28/5/10

Todos los organismos tienen un péndulo en su interior que marca el centro. Puede que este dispositivo sea imaginario o puede que realmente exista como tal: un cable de hilo de cobre del que pende una esfera perfecta que vive obsesionada con la gravedad. Al andar, el mecanismo sufre las fluctuaciones lógicas, pero no es para esto para lo que fue dispuesto. No es algo para aprender a caminar erguido como hacían esas jóvenes europeas de hace cientos de años que, con un grueso libro en la cabeza, desfilaban vaporosamente bajo la atenta mirada de sus institutrices. El péndulo marca un centro interior, casi idílico, en el que se debería ubicar nuestra existencia. Todos los organismos vivos anhelan su centro. Y lo hacen mientras buscan comida en un bosque o cuando se tumban al sol a realizar sus ritos de higiene.
Cuando me despierto busco el mío. Intento averiguar si marca ese punto equidistante de todas mis regiones. ¿Cómo lo sé? ¿Qué sensaciones me ayudarán a saber que estoy allí, en ese cruce utópico que marca la capital de mi equilibrio? Las actividades del día (masticar, asentir, deducir, interpretar, contraer y distendir alternativamente los músculos que pasan por mi espalda) me ofrecen entretenimiento vano. Mientras las realizo no soy capaz de visualizar la posición del péndulo. Me siento a ver una película del oeste y mi alma cabalga detrás del protagonista. En ese momento me desespera pensar que el héroe solitario no pierda el tiempo que pierdo yo en estupideces metafísicas. Él cabalga el horizonte en un caballo negro. Los héroes no tienen centro porque son el centro. Mi caballo imaginario se para enseguida, resuella, no puede seguir su ritmo. Desmonto y camino. El animal me sigue a pocos metros. Admiro su fidelidad. En medio de un desierto en blanco y negro me persiguen mis preocupaciones tan desorbitadamente intelectuales que siento vergüenza de que sean mías. Estoy desprotegido como un trapecista en el infierno. Pero sigo caminando con la esperanza de encontrar un pequeño poblado en el que descansar. Como no lo encuentro apago el televisor y abro un libro, uno cualquiera. Es la página 132 (se abrió por esa, no la busqué) y me doy cuenta de que es la historia de alguien que también busca algo. Le quedan menos de doscientas páginas para encontrarlo. ¿Cuántas me quedan a mí? Cierro el libro despacio, quizá para que no sienta mi disidencia, para que no se tome a mal que no le acompañe hasta el final. Al hacerlo pienso en que toda búsqueda es infructuosa y que su único objeto es sentir que existimos. Caminamos para vivir. Lo digo en voz baja, para mí mismo, convertido por un momento en un auditorio tumultuoso que de pronto empieza a sonreír.

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