22/5/10

El termómetro de las princesas disney dice que tengo fiebre. Me lo pongo en la axila derecha y luego repito la operación en la izquierda, con la esperanza de que allí los números sean diferentes y desmientan que sigo enfermo. Tener fiebre cuando el termómetro marca veintiocho grados es algo extraño. Debe ser el sudor. Se suda más y luego está esa sensación de ser el único estúpido al que se le ocurre coger una gripe en verano. Me cuesta mucho escribir. Debo ir para atrás y corregir más errores que un día de salud normal. Esa frase hecha de que "las letras bailan" la inventó alguien con fiebre.
Voy por la casa con un pañuelo arrugado en la mano. Pretendo fijar la atención en algo pero al cabo de unos segundos la cabeza me dice que no. Estos días he visto la tele por la mañana. Me tumbaba en la cama y dejaba pasar los canales con la esperanza de que alguno me distrajese. Pero no. Ninguno me hacía olvidarme de mí. ¿No es para eso para lo que sirve ese aparato? Cuando no me encuentro bien me acuerdo de cuando era niño y mi madre me traía agua de limón a la cama. Venía el médico y me miraba la garganta. Pero no es eso. De lo que más me acuerdo es de la luz de la calle de Caracas, una luz de invierno que he inventado y recreado tantas veces que puede que nunca existiera de verdad. Veo una jarra con agua de limón y veo un vaso y la mano de mi madre que me lo acercaba a la boca. Las campanas del convento de enfrente tocaban más tristes esos días y yo imaginaba los funerales del Infante muerto: las calesas negras con caballos empavonados y un silencio tenso y duro que se extendía por el barrio y te apretaba la garganta hasta ahogarte.
Ahora no tengo cerca el convento y también se perdió esa costumbre de la limonada para la fiebre (¿o sería para el estómago?) Ahora todo se reduce a pastillas cada equis horas; incluso los termómetros han perdido la inocencia; el mercurio ha dejado paso a aparatos parlantes o con luces que pasan del verde al rojo o digitales como del que hablaba al principio. Al final los tengo todos en la mesilla y me entretengo en comprobar que cada uno dice una cosa diferente. Los termómetros han aprendido a ser tan subjetivos como las personas, han entrado en ese gigantesco club de lo opinable. Medirme la temperatura me entretiene mucho más que la televisión. No exige un gran desgaste ni concentración (imposible ahora) sólo esperar a que el cacharro pite o se encienda o una voz grabada de una princesa me diga un número con decimales.
Lo que decía de escribir con fiebre es verdad: las letras bailan una danza macabra de esqueletos de azúcar. Quizá sea mejor parar y no volver a leer esto nunca y que nadie lo hiciera. Dejar que las palabras se ordenasen de una forma más convincente, a su arbitrio, y que el tiempo decidiera si tenía algún valor el testimonio de alguien que tuvo gripe un mes de mayo en Madrid.

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