24/5/10

En la trasera de la Embajada de Camerún hay un rectángulo no muy grande de césped en el que por las tardes se posa un pájaro negro de cola larga. El pájaro da pequeños saltitos en busca de comida, supongo. No soy ornitólogo ni conozco las costumbres de estos pájaros. Quizá los saltos se deban a un estado de ánimo positivo. Quizá sean algo lúdico y no obedezcan a la búsqueda de sustento. Lo cierto es que el pájaro atraviesa la tupida alfombra con bastante gracia y me hace pensar que mi travesía por la vida debería imitar sus movimientos.
Yo no soy un pájaro. Aunque no me importaría tener un pico y alas y que mi universo tuviese unos confines razonables.
Muchas tardes los empleados de la embajada africana se asoman un momento a las ventanas del edificio. Algunos sostienen vasos de plástico en las manos. Una vez vi a dos que comían ensaladilla sentados a una mesa blanca de plástico. Parecían felices. Se reían y de vez en cuando se daban golpes amistosos en la parte alta del brazo o en los hombros. Dos hombres negros comiendo ensaladilla un día de primavera. Si en ese momento Dios me hubiese bajado un megáfono del cielo hubiese gritado: Todo bien. Benditos sean estos instantes milagrosos en los que me siento parte de una obra extraña y admirable. Después soltaría el megáfono y algún empleado de confianza de Dios se encargaría de recogerlo utilizando tal vez un cable muy largo que acabase en un garfio de plata.
Muchas tardes, cuando salgo a fumar, veo al pájaro negro de la cola alargada. Me parece un ser elegante. Tanto que su presencia resulta impropia dentro del escenario. Levanto la vista y veo un andamio casi abandonado y una entrada subterránea de garaje. Veo personas que fuman y hablan de sus asuntos, gente que arrastra sus piedras cuesta arriba sin darse cuenta de que hay un pájaro sigiloso que busca algo entre la hierba.
Me gustaría acercarme más sin que se asustara. Acercarme tanto como para analizar la expresión de sus ojos y saber si su actitud se debe a la pura felicidad de estar vivo o pertenece a un ritual de búsqueda de alimento. ¿Y si ese animal fuera yo?
Ahora hay otro tipo asomado a otra ventana de la embajada. Lleva un papel en la mano y bebe de una botella de refresco. Quizá haya caído en la presencia del pájaro. Quizá desde su altura sea una pequeña mancha de tinta sobre una cartulina verde. En esos momentos me da pena que se acabe el cigarro y que deba subir a trabajar, porque mientras lo haga, mientras esté frente al ordenador y no pueda verlo, habrá una parte del mundo que se pierda para siempre.

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