26/4/10

Tal y como prometía Mayo en ese documento de diez páginas firmado y estampado con su sello oficial y que dejó la semana pasada en mi buzón, los días agradables ya están aquí. Siempre me he mostrado contrario a los usos de la burocracia y a esa forma de vida notarial a la que te empujan; pero con Mayo siempre he hecho una excepción. Sus documentos me hacen sonreír; incluso el sobre huele a cosas nuevas, no es un perfume estandarizado ni se permite la grosería de dejar caer tres gotas de su esencia dando por sentado así que mi sensibilidad estuviera más cerca de una remilgada señora victoriana cuyo corazón se enardece con esos gestos que de la mía propia. Mayo y sus comunicaciones. Mayo y sus acciones especiales que despliega en el aire para que los más curiosos extraigan sus propias enseñanzas.
A la salida del Metro ya no son las octavillas de una academia de conducir lo que te pone el destino en la mano, es una grabación en vinilo del canto irregular de las últimas bandadas de golondrinas. En la foto de portada aparecen con caras sospechosamente humanas, dentro de un estudio de grabación que sorprende por las dimensiones, su estructura circular y un techo abovedado que imita la sensación óptica del firmamento. Con el disco en la mano me dirijo a mis obliogaciones que no son otras que establecer un diálogo verdadero conmigo mismo en el que de una vez consiga sacar algo en claro. Me gustan las rutinas. Me gusta pensar que cuando llegue a casa encenderé el giradiscos y dejaré caer suavemente el vinilo sobre el plato; la punta de diamante hará el resto: todo girará, todo hablará de un mundo oculto que nos pertenece. Saboreando ese momento realizaré mis tareas. Desearía que fuesen más manuales. Daría lo que fuera por participar en una siega o en la recolección de manzanas o, detrás de una careta protectora, fundir dos metales en una pequeña fiesta de chispas que quemen el aire. ¿Por qué tengo que pervertir mi imaginación para ganarme el pan?
Todo esto es lo que figuraba en el documento de Mayo. Punto por punto y con su retahila de letra pequeña que desfilaba sobre el blanco. Sólo había que leerlo con atención, quizá ayudado de un marcador fluorescente o quizá un simple lápiz que subrayara lo no por evidente esencial.
La realidad me reclama: suena el teléfono. Contesto la llamada con los ojos cerrados y el documento muy cerca de la nariz.

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