los días del mundo

Las calles de Amsterdam estaban mojadas, o así lo recuerda ahora. Las ruedas de una bicicleta negra las recorrían insaciables, ¿qué buscaban aquellas ruedas cruzando los pequeños canales o a la puerta del museo Van Gogh cuando hizo aquella parada reverencial ante la belleza y no sintió nada? También recuerda ahora el olor de la cerveza sobre la madera de un bar, un eco húmedo y amable que le lleva a estar exactamente allí. Certera memoria que lanza su dardo al centro y allí se complace de su éxito aunque sea la simple soledad de un recuerdo lo que encuentra. Amsterdam dormía a sus pies por la noche. Los canales se plegaban, las calles se tapaban con el embozo del sueño y la bicicleta permanecía apoyada en una pared de la fachada trasera del hotel. Leche y fruta delante del televisor. Tortas de maíz y queso naranja. Bocados pequeños y masticación satisfecha de su lentitud, ella como reina del mundo, sentir un ritmo suave que se sabe vencedor y mundano. Después se ve dormido. El televisor seguía encendido y amanecía, los tulipanes de su sueño se escondían bajo tierra y la bicicleta negra volvía a rodar. Una, dos, tres calles, un mercado, la casa de Ana Frank, la casa de unos amigos de Ana Frank, la tristeza consultando sus mapas en el barrio rojo, con sus zapatillas de cámara de aire, con su locura domesticada: una ciudad conocida por el nombre de Amsterdam, ¿por qué nombre se le conoce a él? Su nombre es ruido. Su nombre es lluvia, escalera empinada, vaso. Las ruedas continúan girando. Sus radios trituran la luz, la convierten en hilos que rebotan en el asfalto. Las calles estaban allí esta mañana cuando se despertó y al abrir los ojos vio el reflejo dorado del pasado deslizándose por la curvatura del tiempo, como un líquido denso, una sangre puesta encima de otras muchas sangres, avanzando con una corpulencia que asusta y a la vez le lleva a seguir caminando al anochecer camino al hotel, sujetando el manillar cromado, contemplando los tranvías que se alejan atraídos por la línea del horizonte.