11/4/10

La infancia es una habitación inventada. Lo pienso tumbado en la cama después de comer y con una franja de sol mínima entrando por la ventana del dormitorio. La infancia es una habitación en un edificio con mucho fondo, como esas casas de Chamberí en las que crecí: corredores infinitos que ahora mismo conectaban con habitaciones que ya no sé si pertenecían a nuestra casa o eran de otros vecinos que me cedían el paso en una carrera imaginaria. Pensarlo me produce una placidez artificial. Es estar en un lago de plástico y que tu barca se siga moviendo aun a sabiendas de que toda navegación es irreal. También lo es nuestro paso por la niñez. Pasos que retumban en un pasillo misterioso con estancias ocultas cuyas puertas un día abres y ya nunca puedes cerrar. Está la habitación de la mesa redonda y el florero con flores negras. Está la de la rata que dormía sobre una nube. Está la de una vecina que atravesaba las paredes con un traje regional de muerta. Está la del armario que nunca me atreví a abrir. Las mañanas de primavera en aquella casa eran como la vida vista a través de un papel vegetal. Había un piano cuyas teclas eran blandas, parecían hechas con alas de mosca; su pulsación era delirante y enfermiza pero de un sonido limpio como la cola de un vestido de novia la noche antes de su boda. Las notas caían en dulce catarata con la pereza exacta que exige la música. Sigo corriendo y no encuentro nada: habitaciones cerradas con llave, gritos cerrados con llave que sólo pueden salir por el ojo de la cerradura. Una infancia vista desde allí es un espectáculo mínimo pero grandioso. Tenía mi propio ballet de sombras, mis propias hormigas rojas, mi tiempo metido en un frasco con formol. Pienso si viviré todavía allí dentro y si el cuerpo y la vida que tengo ahora no son más que una secuela de aquello. Las habitaciones que atravieso me calman. En cada una encuentro un trozo de lo que buscaba, pero no lo guardo en los bolsillos; prefiero que permanezca allí para este tipo de tardes en que el sol entra a débiles franjas por la ventana y me empuja a casas antiguas en las que la muerte afina sus decrépitos instrumentos. Ella aporrea aquel piano blando. El metrónomo son mis pasos que resuenan en una caja vacía. Luminosa dejadez de abril, querida amiga, te escribo para contarte todo esto y para que me protejas en mis paseos imaginarios al borde del vacío. Gracias por tus alas disecadas y por este mapa tan certero de mi pasado lejano. Haces que los viajes interiores tengan flotas de naves persas lujosamente decoradas. Haces que los mastines de todos los sueños me protejan como a un dios. Ahora sí que dormiré tranquilo.

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