10/4/10

El sol nos entretiene. Con los dedos de los pies hace sombras para que la bajada por el tobogán recuerde a una selva o haga curvas infinitas con las que el pelo de mis hijas juegue a los caballeros que iban con capa. Abril está tumbado en un banco, justo en el más alejado, el que está de espaldas a las vías del tren. Mi alma está tumbada con él, lacia y con la mano apoyada con desgana en la frente, haciendo tijera con los dedos para cortarle los bordes muertos al sol. Me gustan estas mañanas. Me divierte la posibilidad de que todo sea un sueño, de que la ausencia de nubes signifique algo que no soy capaz de entender. Alba y Mireia preparan helados de tierra, granizados de tierra, pasteles de arena oscura que vuelcan en platos y luego me ofrecen para que coma. El amor ideal sería comer tierra, masticar piedrecitas pequeñas ante sus ojos y después digerirlas durante siglos. El amor simple consiste en hacer que estornudo y que el contenido del cacharro salga volando hacia donde pertenece. Todo y todos acabamos en la tierra. Somos uno de esos flanes que hace el destino para entretenerse. Miro al cielo. Un azul tibio lo inunda todo a la espera de más color. Vendrán los meses compactos. Traerán sus cajas de pinturas y sus rodillos nuevos para que todo reluzca. Abril sólo se encarga de abrir las ventanas para que la estancia del invierno se oree. Uno a uno mis sucedáneos de sueño se van quedando enganchados en el paisaje. El tendido eléctrico del tren se queda con los sueños a corto plazo. Los pájaros que vienen del norte se llevan enganchados del pico los de largo plazo, se los llevan más al sur para que se curen. Mireia se ha quitado los calcetines y está el lo alto del tobogán hablando con una taza naranja. El aire es tan reciente que no huele a nada, sólo a nuevo; se tendrá que quedar algunos días con nosotros para que le conozcamos, quizá haya que ponerle un nombre o que sea él quien nos invente de nuevo. Jugaremos a ir al sur. Jugaremos a seguir a los pájaros en su itinerante delirio: el mundo visto desde arriba siempre pierde gravedad, ellos lo saben.
Ahora hay que recoger. Vacío cacharros. Pongo calcetines. Busco zapatos. Mis manos huelen a tierra. Mireia vuelve a casa pensando quizá en lo arbitrario de todo, en lo fugaz del tiempo que un instante mesa tu melena y al otro te araña. Cierro los ojos y el azul y el cobre se mezclan en un cuadro. Faltan las figuras, sólo hay una montaña y restos de un naufragio sobre un suelo yermo. ¿De qué me sirve saber matemáticas si sé que todos los milagros cotidianos jamás se repiten? ¿De qué sirve recordar nada si la memoria enmohece como el maíz húmedo? Ya en casa nos ponemos el disfraz de la normalidad y vamos pensando en lo que haremos de comida.

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