20/4/10

El chino de al lado de casa está cerrando. El escaparate está cubierto con papeles de tamaño y color desiguales en los que el matrimonio chino ha escrito liquidación, descuentos de hasta el 40% y otros mensajes de naufragio. Me sorprende la exquisitez ortográfica, la acentuación de la palabra liquidación. Se ve amor. Si te asomas entre los papeles del escaparate podrías ver a la mujer apilando las manzanas, buscando su mejor cara y exponiéndola después para que los ojos caigan en ella y no puedan hacer otra cosa que desearla. Nunca había pensado que el amor también es detenerse a poner un acento cuando tienes que cerrar tu negocio, y hacerlo despacio mientras tu pareja intenta sintonizar un canal chino de televisión en un portátil sobre el mostrador con la mano en la barbilla, sujetando quizá el desastre de la forma más digna que puede hacerlo un hombre.
El chino de al lado de mi casa se llama (o ya casi se llamaba) Frutería Selecta y tenía un cartel pintado a mano con frutas y verduras en colores pastel. Las tardes de invierno, al volver de trabajar, veía las frutas iluminadas y me consolaba pensar que la vida se sustenta en esos cimientos tan delgados que muchos llaman ilusión. Quisieron luchar contra Opencor y sus barras de pan a precios disparatados; el matrimonio chino las vendía a cincuenta céntimos, pero perdieron. ¿Quién no ha luchado alguna vez con alguien sabiendo desde el principio que iba a perder? Supongo que lo que cuenta es intentarlo; estamos en esta tierra para eso. Lo malo es que luchamos a ciegas, con planes de negocio escritos a mano y con caligrafía infantil, con disfraces de oveja feliz que se ponen negros con el primer revolcón que nos da la realidad.
Muchas veces, cuando paso por su tienda, pienso que yo podría ser uno de ellos, incluso podría ser los dos; podría decirle palabras de ánimo a mi mujer en nuestro dialecto chino, incluso acercarme a donde estuviera y acariciarle el pelo por detrás muy despacio para que sintiera que no está sola, que su decepción tiene una línea de corte para ser compartida conmigo. Podría ser ella y acercarme hasta el mostrador y acariciar su mano que permanece a la espera como un helicóptero de rescate, dispuesta a la misión encomendada por temeraria que fuera. Les envidio. Mi envidia son estas palabras con las que trato torpemente de acercarme a sus vidas. ¿Quién soy yo para hacer eso? ¿Y si supieran que les rozo con mis palabras, que existe una intención en mí de observarles y poner su existencia sujeta con cinta de celo en otro escaparate?
Me dan ganas de hacer una película con ellos. Quisiera contar su vida. Una película que no se exhibiera en ninguna sala, que sólo viéramos los tres. Luego destruiríamos la cinta, la quemaríamos en la trastienda. Nuestros ojos inmóviles se emborracharían con el fuego sabiendo que sólo nosotros conocimos aquella historia.

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