20/4/10

Hay días que son ruido de comer manzanas. Desde que te levantas sólo escuchas eso, como si hubiera un compromiso por parte de la vida para desquiciarte. Cuando el día acaba su manzana no es extraño que comience sus paseos con zapatos de plomo arriba y abajo de un pasillo imaginario. Tú vives detrás de alguna puerta de ese pasillo y respiras fuerte agazapado detrás de un mueble escuchando el martilleo de sus pasos. Algunos creerán que todo esto sólo sucede dentro de mi cabeza pero no es así. Este escenario existe, aunque por pudor, nunca recurriría al testimonio de una foto o una rudimentaria grabación para constatarlo. El que lo crea que lo crea. Quizá pertenezca a esa clase de personas que colecciona sus propios ruidos-fantasma en alguna parte.
El chasquido de la manzana en la boca del día me impulsa a la acción. ¿Qué podría hacer? ¿Podría plantar flores submarinas en mi mente? Sí, seré el jardinero holográfico que va y viene con sacos de manto por el invernadero de alguno de mis recuerdos. Ojalá fuera el que salía en Días de vino y rosas, el que esconde alguna botella entre la frondosidad en blanco y negro de las plantas. Sólo soporto comer manzanas yo, incluso hay veces que me resulto insoportable imaginándome desde fuera con la fruta en la mano y mi cara de satisfacción. Somos monos. Puede que todo se reduzca a eso. Somos animales que hacen ruido al comer. Pero que ese ruido lo protagonice un día es algo que no alcanzo a comprender. ¿Por qué insiste en desquiciarme la realidad? ¿Tendré que proponerle un pacto, un tú no pases esa línea y yo te permitiré que mires lo que quieras?
Por la noche mi casa se llena de cadáveres de manzanas. Parecen soldados sin fortuna que han sido mutilados en una batalla irreal. Cuando llega esta hora saco mi carro mitológico tirado por bueyes y voy limpiando el escenario. Mis hijas, mientras, tocan la flauta, como se hace en las escenas mitológicas de Rubens. Amo esa parte del día. Amo ser un funcionario de mi fantasía que limpia un campo de batalla.

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