2/4/10

Aeropuerto de La Habana. 1988. Agosto. El techo de la terminal era de caña, a dos aguas. De él pendían dos grandes ventiladores blancos que giraban demasiado despacio para el bochorno que se masticaba en el aire y se dejaba caer en forma de sudor por las rampas de mi cara. Creo que toda la refrigeración se limitaba a aquellos dos aparatos tan perezosos repartiendo alivio con cuentagotas. Varios empleados del aeropuerto permanecían detrás de un mostrador de madera. Uno de ellos daba golpes en uno de los costados mientras con el pie complementaba la sección rítmica. El tiempo pasaba despacio. En toda la isla era igual. Habíamos tenido ocasión de comprobarlo. El asunto del filete que se perdió en el falso restaurante francés y que luego resultó que había sido engullido por uno de los camareros hambrientos. El metre y sus retorcimientos de manos buscando una explicación lógica y suplicando mi entendimiento. La cara de Pablo, mi compañero de viaje, anticipando la risa. Pero todo lo que sucedió en Cuba tuvo su propia velocidad. Los enfados eran lentos. Los milagros también. En el aeropuerto comenzó a desatarse una tormenta. Alguien avisó por los altavoces que el vuelo se retrasaría. El viento comenzó a soplar fuerte. El cielo se oscureció. El hombre que hacía ritmos en el mostrador no parecía inmutarse. Una masa negra de nubes caminaba a grandes zancadas para decirnos adiós. Comenzaron los truenos y las instantáneas atroces de los relámpagos. Los ventiladores se pararon y durante un momento pareció que el techo de la terminal se fuera a partir en dos, quizá lo hizo y ya no lo recuerdo, quizá la muerte estuvo hurgando con sus dedos para ver si podía atraparnos como dos ratones de laboratorio y aplastarnos en su puño cerrado. Pablo abrió una botella de ron y me la pasó. Di un gran trago, dulce y caliente, que bajó apresurado las escaleras de mi pánico. Sólo era una tormenta en una ciudad semidesconocida. Las palmeras cercanas a la pista de despegue se agitaban con furia. El agua caía casi horizontal y se colaba por las ventanas sin cristales haciendo que la gente chillara como en el túnel del tren de la bruja. Pensé en el hombre que se comió el filete, ¿cómo lo habría hecho? ¿en un rincón? ¿en el servicio masticando como un perro e ingiriendo a toda prisa la carne para no ser descubierto? También recordé a la chica de la playa. Era la hija de un médico que quería irse a Miami. Toda la familia quería. Me vi tumbado junto a ella contando estrellas, repitiendo mentalmente su nombre para no olvidarlo. Ella comenzó a cantar una canción que le cantaba su abuela de pequeña. En ese momento sentimos los faros de un coche clavándose en su voz melosa e imantada; se acercaron dos hombres y le pidieron la documentación; después uno de los policías la tomó del brazo y los tres se alejaron hacia el coche. ¿La llevarían a su casa? ¿Actuarían como dos lobos sin uniforme custodiando a una oveja que lloraba? Todo eso también estaba en la tormenta. Eso y mi soledad de después cuando me encontré acorralado bajo de las estrellas tan perfectas del Caribe sin saber qué responderle a mi destino después de ese funesto movimiento de su alfil negro.
Pero la tormenta paró y pudimos embarcar. Atrás se quedó algo de mí (como pasa siempre) cuando el avión separó su musculatura de la tierra para devolvernos a casa.

No hay comentarios :