28/3/10

No me conozco y por eso me cuento. Al hacerlo, al ir colocando palabras tras de mí y a los lados, siento que las preguntas se atenúan; algo en su voz comienza a parecerse a los oboes en vez de a las trompas, el metal se rebaja y con él quizá la angustia. Me cuento. Narro agarrado a la primera persona como se agarran los niños a la falda de su madre cuando se acerca un perro. Ese animal es el tiempo y acerca su hocico para husmearme, para calibrar la naturaleza exacta de mis inquietudes. Después se aleja. Porque me desconozco, porque la manecilla imantada de mi brújula no responde a su finalidad, me lleno de palabras que van sumando luz al camino. ¿El objetivo es llegar al mar? ¿Esos ciervos que me miraban en los costados de la carretera entraban en los planes? ¿Qué dice el sol de todo esto, de mi parsimonioso deambular evitando montañas y selvas? Empecé a dejar de conocerme muy pronto. Sonó como una página que se pasa en una habitación vacía. Mi mano alisó su superficie y después todo se quedó al amparo de mi intuición. El resto de las páginas estaba en blanco, un blanco nuclear aún más potente que el de la promesa de esos detergentes. Blanco más allá de lo blanco y unas piernas diminutas que cruzaron sus hemisferios en busca de identidad. Las palabras me la dieron. Fue una donación. Todo empezó morosamente. El cofre no se abrió de golpe ni pude deslumbrarme con el brillo de las monedas. Como una solterona rica me puso sólo una ración de oro en la mano y luego me la cerró, quizá para que los cuervos no la picotearan. Ese fue el primer capítulo: una intoxicación compulsiva del yo que fue río abajo hasta perderse en la nada.
Hoy sigo sin conocerme. Las palabras han avanzado a su capricho. Han creado ciudades invivibles gobernadas por el desconcierto. Las palabras se han puesto el sombrero de los virreyes y haraganean borrachas buscando excusas para probar su fuerza ante los extraños. Son mías. Fui yo y mi mano quienes las dimos empleo. ¿Qué les contarán de mí a los desconocidos? El problema es que ellas tampoco me conocen. Creen que su dueño es el que está allí dentro, en las filas que forman por la calle, en el vuelo acrobático de sus descripciones, pero no es cierto. Por eso sigo contándome hasta que aparezcan los indicios. Los oboes se confunden con el sonido de las grandes travesías: eso me complace. Mi embarcación parte. Que los metales pesados se queden en el puerto. Que molesten a otro que prefiera la compañía de la tercera persona para sus viajes.

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