27/3/10

La felicidad es un sentimiento local. Hablo de su ubicación (si es que la tiene) dentro del espacio que habitamos. Veamos un caso: un hombre espera junto a la rampa de un tobogán, sentada en lo alto está su hija cuyo pelo es zarandeado indecorosamente por el viento de marzo. El hombre mantiene el brazo derecho sobre la lámina metálica de la rampa, queriendo así darle a entender a su hija que está preparado para cualquier contingencia; seguramente no la haya y el cuerpo de la pequeña descienda según los planes de la normalidad. La felicidad presente en esa situación es un sentimiento local, aislado, minúsculo. El pelo de la niña parece decir algo también. Quizá los vericuetos escondidos de su melena avivan el resplandor sicológico de ese sentimiento profundo y pasajero. Cualquiera de los dos podría no estar allí en ese momento. Lo aleatorio se suma al resultado y lo potencia. Los dos están allí en ese preciso momento, y cada uno tiene una misión: la del hombre es mantener en guardia su brazo pero no a la vista de la niña, debe mantenerlo como una espada envainada pero presta al combate; su hija debe obedecer a la gravedad y encontrar en esa ley física una excusa para su diversión.
No se puede hablar de una felicidad universal. Tampoco de una que recorra calles y plazas como la pólvora de una mala canción o el sentimiento demagógico de un discurso. No hablamos de política, hablo de personas corrientes y de una tarde de marzo que muy pronto nadie recordará. ¿Qué misión desempeña que nos sintamos felices? Al contrario del dolor, esta sensación alberga ciertas garantías de que la vida es un espacio transitable, un trozo de algo hecho a la medida humana. Con tal fin se construyen los parques y se glorifica la luz de las tardes de primavera. De no hacerlo viviríamos continuamente en un cautiverio insoportable. El dolor nos recuerda que estamos vivos, sólo eso. La felicidad nos recuerda que el hecho de estar vivos tiene un fin. Quizá ese hombre vino al mundo para ver bajar por un tobogán a su hija. Quizá la niña nació para observar la cara de su padre mientras bajaba, su brazo envainado, el brillo de su mirada que anhela su diversión y a la vez teme por la fragilidad de todo. Sí, es algo local, puntual, desconsideradamente subjetivo y a la vez tan grande que muchas veces corta la respiración o hace que despertemos en medio de un sueño llenos de temblores.
El tiempo no nos alcanza para más. Cuando queremos sentir lo que está pasando ya lo vemos alejarse dejando un reguero de nada en el aire, esas pequeñas partículas que nos ciegan y nos recuerdan que debemos seguir intentándolo.

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