4/3/10

Miro los botes de mi mesa, llenos de lápices. ¿Para qué los quiero? Supongo que me tranquiliza dejar de mirar la pantalla de este ordenador y comprobar que están ahí. Son lanzas calladas. Un ejército de reserva por si lo otro no funcionara. La lavadora centrifuga en el tendedero. Es un animal que no sabe salir de su enfado. Da vueltas, como yo. La casa, por lo demás, guarda silencio. Dentro de un rato abandonaré este exilio. Asistiré a una reunión. Me llevará un tren blanco que cruzará un bosque en el que hace millones de años vivían bestias imposibles de imaginar ahora. Pero ha pasado el tiempo y yo tengo un iphone y me lavo los dientes y sé manejar mi paciencia cuando una puerta se cierra con llave.
Acerco la yema de un dedo a la punta afilada de un lápiz. Quiero ver si sigo siendo humano. Sí, continúo siéndolo, lo sé por el dolor pequeño y agudo. De vez en cuando hay que hacerlo. La reunión será de un mínimo de diez y un máximo de quince personas. La mayoría de ellas no sabe que me pincho los dedos para cerciorarme de que sigo vivo. No creo que sea su problema. Ellos tendrán sus propios lápices en la trastienda. Sus lagartijas disecadas en un cajón. La lavadora se para. Se toma una tregua. El silencio respira hondo y aprovecha para tumbarse un rato en el pasillo, junto a la puerta de mi estudio. El silencio es mi mascota. Me mira con sus ojos blancos esperando que le diga algo, que mueva algún músculo que le tranquilice. El tren que me llevará a esa reunión se ha escondido en un túnel. Se ha tumbado y canta muy bajito. Los pasajeros, dentro, hacen lo mismo. El túnel atraviesa una montaña. La montaña tiene una casa en lo alto. Dentro de la casa hay una persona que se acaba de levantar. Mueve los pies por el pasillo. Tiene una lavadora. Tiene un espejo de aumento para explorar su cara recién levantada. Tiene un vaso que pega al suelo para escuchar a los trenes que se tumban a cantar en el túnel. Sé que en la Micronesia hay ahora mismo una mujer mirando una orquídea como yo miro los lápices de mi bote. Sus dedos no se atreven a acariciar sus hojas. Acerca mucho su nariz. La planta recibe el calor del aire expelido. Lo agradece. Sus ojos adoptan la forma clásica de una sonrisa. El mundo es ese lugar milagroso que siempre he sospechado. Si miro fijamente uno de mis lápices se podría convertir en su orquídea. Los pasajeros del tren tumbado lo saben. Esperan que el lápiz se convierta. Aprietan las manos para que suceda. En ese momento el tren se incorpora y sale del túnel. Creo que se va acercando a mi estación. Debo darme prisa. Las diez o quince personas impasibles estarán sentadas con los pies juntos y la espalda recta, esperándome.

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