8/3/10

Envidio a la gente que sabe hacer fotos. Yo no paso del a ver mira a cámara y sonríe. ¿Será la conclusión que le saco a la vida: mirar a cámara y sonreír? Una cámara no es más que una máquina para congelar momentos. Recorrería el mundo con una cámara para congelar ese atardecer lleno de magia que luego veo en los libros, pero sé que no podría. Recorrería el mundo sin una cámara para congelar otras cosas. ¿Y si es que algunas personas no necesitan atrapar nada? Cuando alguna vez estoy en casa de mis padres y mis hijas me preguntan cómo era de pequeño sacamos álbumes en los que aparezco mirando a cámara, delante de árboles de navidad, de brazos cruzados y muy erguido con un balón a los pies, a la entrada de una catedral con expresión ausente, a la orilla del mar con bañadores que a mis hijas les causan risa. Confiar en las fotografías para establecer la historia de una persona es mentir. Las emulsiones químicas sobre un papel mienten. Yo no soy todos esos. Soy otro que no salía allí. Otro del que esos recuerdos no hablan. Creo que mi incapacidad fotográfica nace de esa imposibilidad. Mi desconfianza de las imágenes me llevó a las palabras. Regiones de palabras, ríos de palabras. Construí murallas de palabras que aparecían y desaparecían bajo tierra. Fortificaciones en el cielo para que ni los reflejos del sol me dañasen. Mientras tanto me fotografiaban, me decían que sonriera, que mirara, que no me moviera. Me colocaban delante de monumentos, supongo que con el ingenuo afán de decir tú estuviste ahí, sucedió, un día viste todo esto. El problema es que una simple constatación no es suficiente. El informe se queda tibio, escaso. Desde muy pequeño necesité otras armas para entender el mecanismo de la vida.
Ahora, cuando soy yo el que tiene que fotografiar a mis hijas, me resisto a reproducir los mismos actos: el ponte aquí, el no te muevas que estás muy guapa, ¿para qué? ¿qué ganarán con todo eso? Nadie debería guardar fotos de su infancia. Es como copiar en un examen, hay algo indigno, una ayuda desconsiderada que mengua la capacidad de recordarse, de imaginarse. Cuando miro por el visor de una cámara siento que estoy frente a una decisión trascendental, me pregunto qué quiero conseguir cuando mi dedo pulse el disparador y esa imagen pase al museo de mi vida. Prefiero recordar a mis hijas por las imágenes poco fiables que tengo de ellas. Mi cabeza las mezcla, las reordena, las inventa, las mejora. Mi cabeza busca sus propias excusas para ofrecerme el momento exacto en el que ellas vuelan por la casa disfrazadas de princesas y el viento de marzo se cuela por las rendijas celoso de tanta felicidad. ¿Qué cámara en el mundo es capaz de algo así?

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