9/3/10

No me hubiera importado ser actor de doblaje. Llegar a una sala y ante un micrófono decir: "Hitch está implicado, él fue quien llamó a Vince aquella noche". Y hacerlo con los ojos entornados, metiéndome en el papel de ese sargento que lo ha visto todo pero sigue honrando su placa. También decir cosas más triviales como: "El futuro de la televisión ya está aquí", sobre unas imágenes predecibles y falsas en las que muchas personas miran a cámara con expresión de haber descubierto el secreto de la felicidad. Llegaría a la sala con un abrigo negro y una bufanda roja. Bromearía con el técnico de sonido. Después de varios minutos de conversación ligera alguien me daría un papel con el texto. Pediría café o agua. ¿Llevaría sombrero? Mis manos sosteniendo ese papel. Mis ojos interpretando y ajustando la intención exacta. Sería un padre de familia superado por las circunstancias. Sería un capitán de policía corrupto. Sería un piloto que tiene cáncer y una amante. Sería un vagabundo que ha leído a Milton. Sería un comerciante de yogures que se disfraza de amigo de las amas de casa. ¿Cuántas vidas puede esconder una voz? Después de la grabación volvería a beber agua. Lo haría despacio mientras me quito el disfraz de ese día y vuelvo a ser yo. Luego cogería el Metro. Me metería en un vagón y me perdería entre otras personas que tienen amantes y enfermedades impronunciables. Pensaría en el próximo personaje que me espera. ¿Cuál sería?
A veces, cuando leo para mí algo que acabo de escribir, siento que es otra persona la que habla. La manía de hacerlo viene de tantos años que he escrito publicidad y tenía que medir un texto para que cupiera en veinte o treinta segundos. Con el cronómetro en la mano jugaba a ser ese actor de doblaje, ese desconocido que interpretaba lo que yo escribía. Pero prefiero hablar de Hitch, de su implicación en el caso, mientras dejo suavemente mi taza de café en la mesa de mi despacho, mientras el capitán da vueltas y se rasca la nuca y me dice que es imposible, que Hitch siempre fue un ejemplo para todos. Mi cabeza dice que no, que todos tenemos un precio, una barrera, una línea que estamos dispuestos a traspasar cuando llega la ocasión. Recojo mis cosas y salgo de la comisaría. El viento es frío como el día después de la muerte. Me meto en mi coche y me dirijo a mi apartamento del sur de la ciudad. Veo una nube que tiene el aspecto de una tripa de cordero seca, una víscera que se va oscureciendo a medida que mi coche avanza. Al llegar a casa sucede el milagro. Un micrófono de plata baja del cielo suspendido de un cable. Al llegar a la altura de mi boca se para. Me acerco. Al respirar noto que está encendido. El movimiento de mis pulmones -dos bolsas que juegan a ser viento- se extiende por toda la calle y se cuela por las ventanas abiertas como una aparición. Abro la boca pero mis palabras no salen. Hitch me observa desde su coche aparcado en la acera de enfrente. Sus ojos de lobo brillan en la oscuridad.

No hay comentarios :