3/3/10

La noche es un juez. Su estrado es el techo de una habitación. Desde ahí arriba dicta. Tú permaneces mirándolo, embobado por el juego de las sombras que se producen al pasar un coche. El alumbrado eléctrico te vigila. Uno, dos, tres. El tiempo se queda pegado en esa luz como las moscas en la mermelada. Los archivadores de tu cabeza hacen ruido al abrirse. Los funcionarios de tu pasado pasan ficheros. Sus dedos vuelan hasta encontrar lo que quieren enseñarte. Los párpados permanecen en estado de sitio. Sacan sus tanques. Sus soldados fuman y esperan. Tienen orden de abrir fuego si te duermes. ¿Por qué los ajustes de cuentas eligen la noche para revelarse? No puedo dejar de mirar el techo. Es un ring. Es una ciudad abandonada. Una pista de patinaje en la que los reproches salen a trompicones sin importarles que lo que esté sonando en ese momento sea Liszt. Los jueces de pista miran para otro lado. No pueden soportar su vulgaridad. Los reproches patinan borrachos y se ríen del público que ha pagado la entrada para husmear entre las faldas de la belleza.
Hay un reloj digital de números azules. La luz de los números alcanza algunas zonas del techo y juega a ser la orilla de un mar helado. Algunas noches el reloj duerme boca abajo para evitarlo. Algunas noches el tiempo se asfixia contra la madera de la mesilla esperando que amanezca.
¿Y bien? ¿Cuál es la sentencia, señoría?, le pregunto al techo. Verás, cometiste muchos fallos en el pasado. Ahora estás perdido. Tus sueños buscan su salida de emergencia. No recuerdo mis sueños últimamente, respondo. Es normal, dice el juez blanco. Mientras tanto el viento juega con la lluvia, es su perro bobo que recogerá mil veces la pelota que le lance. Parecen estar en el recreo del juicio, ajenos a la sala. Mis sueños buscan una salida. Esa frase se repite por dentro, rebota en las paredes, se deja caer en la butaca china y allí se adormece. ¿Qué hora será? Me resisto a perturbar el sueño de los números luminosos. Viven en su propio tiempo y yo en el mío: así debe ser. Después todo es confuso. El documento oficial con la sentencia se emborrona, se llena de islas negras que se comen el papel. Los tanques a la puerta de mis párpados dan marcha atrás y se pierden en el horizonte. Llega el cansancio más que el sueño. Las avenidas de mi pasado se quedan desiertas. De los megáfonos de las farolas sale un hilo de música o quizá sea el ruido del fondo del mar, llamándome despacio. El techo desaparece. Primero gris, luego negro y después unas manchas marrones como pestañas aumentadas por un microscopio, como un bosque quemado visto a través de un agujero. El juez abandona la sala y ya no soy capaz de recordar lo que pasa después.

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