28/2/10

Paso por la Plaza de Pirámides y mis ojos se quedan junto a los puestos de banderas que empiezan a montarse. De las furgonetas salen varillas largas y tableros. Las señoras abren sillas plegables mientras sus maridos trajinan la estructura y comprueban la firmeza de las mesas. Las bufandas rojiblancas se mecen con los restos de viento que dejó esa tormenta tan facinerosa que anunciaron las televisiones. Es por la tarde. El Vicente Calderón es una ballena dormida. El cetáceo tiene puertas diminutas por las que entran y salen pequeños seres del negocio del fútbol. Junto a la mole orgánica pasa un río, casi una broma de la naturaleza, un capricho orográfico dejado caer al azar desde una mano en lo alto. Si me sitúo en Puerta de Toledo podría ver mi infancia bajando de la mano de mi padre al estadio. Había un delantero argentino de larga melena negra que congregaba a las masas. La necesidad de los milagros, era eso. La gente acudía por esa razón y bajaba la gran avenida con las manos en los bolsillos para asistir a la demolición del imposible. En la tribuna de prensa se podía ver la nube de humo que flotaba. En 1976 se fumaba tabaco negro. Mi padre sujetaba con maestría su cigarrillo Rex, con displicencia, como debe hacerse, sin prestar mucha atención al acto en sí. Los jugadores salían a la hierba y yo me apoyaba en una especie de escritorio o tablilla de madera en la que los periodistas escribían sus crónicas. El tabardo oscuro de mi padre y sus gafas de pasta. El cielo de Madrid que, víctima del invierno, se apagaba hasta lo negro. Mi mirada siguiendo al delantero de la melena oscura, un animal que hacía rugir a los demás animales. Cuando marcaban gol me daba miedo. El grito se multiplicaba y se erigía en monstruo metálico. Las manos apuntaban a lo alto. Los bolígrafos hacían constar la hazaña entre la humareda. En el descanso olía a cerveza. Los mostradores de Mahou. Los camareros viejos de pelo engominado. Las colas en los lavabos. La hombría. El humo no descansaba. Velaba el césped como un ángel parcial. Hacía sus cálculos desde arriba. La segunda parte era una repetición de la primera pero con un bocadillo en la mano. Quizá otro gol del Ratón Ayala. Quizá la lluvia agujereando la bolsa de humo. La voz de mi padre vaticinando el empate. A la salida había que subir la cuesta. La mano de mi padre sobre mi hombro. El frío posaba la suya en mi hombro libre. Los tres cogíamos el autobús en la plaza, frente a la Puerta de Toledo.
Hoy me ha costado arrancar a mis ojos de allí. Habían reconocido el escenario treinta y tantos años después. Las aceras son cementerios de recuerdos en los que tu nostalgia pone cruces y goles y tardes que hace millones de años dejaron de existir.

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