20/2/10

Onésimo Pérez está escribiendo una novela. Como somos muy amigos a veces comemos juntos en un sitio de la calle Eguilaz y hablamos de ella y de todo lo que rodea al hecho de escribir. También a veces nos conectamos en un chat a cualquier hora del día mientras hacemos otras cosas que nos dan de comer y seguimos hablando de lo mismo. El resto de cosas han desaparecido de nuestra conversación. No hay fútbol ni trabajo ni casi las elementales menciones a la familia o a amigos comunes que permanecen de invitados de piedra literales en nuestras citas. Escribir es un planeta desolado en el que viven personas extrañas que no pueden hacer otra cosa. Mi amigo no podría ser vendedor de coches ni estibador en Rotterdam ni especulador ni dermatólogo en una lujosa consulta londinense. Cierto que cada uno elegimos destino como se elige una camisa por la mañana, con esa certeza y a la vez esa despreocupación que nos pone al borde del abismo sin saberlo. Si se elige la escritura hay que saber de antemano que habrá kilómetros y hectáreas de dudas. Que la duda será el motor cuando todo falle, esa luz asustadiza que te conducirá hasta el final (si es que lo hay). Asumir que la desconfianza, el peligro y la incertidumbre son tu brújula es un ejercicio de fortaleza y de humildad. Nada nos es dado, por hablar en una jerga bíblica que acompaña espiritualmente bien a esta reflexión. A veces miro a mi amigo mientras comemos y le imagino delante de una pantalla en blanco. Me cuenta que muchos días no puede pensar en otra cosa que no sea escribir. Quizá la amistad nos unió hace ya años por esto que ha venido ahora. Las cosas avanzan a su manera, cada una a la suya y no nos debe sorprender que la vida nos ponga esquinas cuando nos está hablando de avenidas rectas, ¿de qué serviría lo contrario?
Onésimo y yo le sacamos mucho partido al silencio. Cuando un escritor se acostumbra al vicio cotidiano de escribir creo que se acomoda en el silencio como nadie. En ese estado piensas en los tópicos de los silencios tensos que se producen alrededor de la mesa de una primera cita o en un espacio reducido en el que te ves obligado a manosear el frío o las nubes para romper esos silencios y así poder pasar desapercibido y que nadie se atreva a hurgar en tus pensamientos. Piensas en esas situaciones y tienes que reír de un modo grosero, infantil, despreocupado, quizá porque es uno de los pocos males que ya no te afectan directamente. Puede que el silencio y la escritura sean hermanos. Puede que mi amigo y yo compartamos una rara hermandad. Elegimos cosas constantemente: champús, direcciones, peinados, cobardías, amistades, silencios, bajezas, oficios, imposibles, incluso elegimos nuestras propias tristezas que abrillantamos a diario y sin un claro fin.
Cuando mi amigo acabe su novela caminaré por sus páginas como por mi casa; entraré en ella tranquilo, como Fernando Pessoa recomendaba entrar en la muerte, con la certeza de entrar en un espacio conocido.

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