18/2/10

En el puerto todo era caos y un bochorno espeso que humedecía la ropa a pesar de lo entrado del otoño. Había camilleros que descargaban soldados heridos de unas carretas anchas y alargadas como vagones de tren y los acarreaban hasta el barco, que no era un buque de guerra ni pertenecía a la Armada sino a una compañía naviera italiana que provisionalmente hacía ese trayecto. En el muelle se confundían los gritos con las voces de los vendedores de comida que intentaban hacer negocio con sus frituras y sus panes aplastados cuyo color no animaba mucho a acercarse. Había animales sueltos, incluso mujeres con canastas de pescado que también pregonaban con gritos entrecortados. Y multitud de soldados había, unos alegres que tomaban vino a morro y otros nerviosos que daban vueltas o releían cartas muy manoseadas. Una rudimentaria grúa estaba descargando la boca de un cañón, algunos soldados comenzaron a aplaudir y a vitorear simplemente porque aquel trozo de hierro se bamboleaba camino a tierra y era presagio de futuras victorias o golpes definitivos para derrotar a las fuerzas moras. También había niños de piel oscura que pululaban como moscones entre los soldados vendiendo tabaco de liar. Olía a podrido y a sal, era el olor macho de la vida agazapado en la conciencia de todos y esperando una mínima señal para desdoblarse y abarcar todo el firmamento que se extendía como una interrogación de humo sobre el mar.
Mi abuelo empezó a vomitar la poca comida que tenía dentro, se me ocurrió sujetarle por la frente como se hace con los niños o como hago con mis hijas cuando sin avisar expulsan violentamente la comida y entre lágrimas se quejan o se asustan de lo que les pasa. Después de varias arcadas recuperó el resuello y se incorporó, su mano volvía a hacer presión en mi hombro en señal de gratitud, siempre ese gesto y esa presión para comunicarse conmigo. Le ofrecí un pañuelo que, aunque no suelo llevar, encontré en uno de mis bolsillos; se acercó una niña que vendía agua y le compré un trago que mi abuelo bebió a toda velocidad en contra de mi consejo. Nadie miraba, nadie se ofreció a prestar ayuda o a interesarse por lo que le pasaba; supongo que en una guerra estas escenas son males menores y sin importancia, asuntos que pasan desapercibidos al lado de otras heridas o estampas de amputaciones severas.
Buscamos una sombra y nos sentamos en el suelo. Por un momento me dio la impresión de que los ánimos se habían calmado en el muelle y de que bestias y humanos habían disminuido el volumen de sus ruidos para regalarnos un momento de paz. Permanecí en el suelo sujetando la mano izquierda de mi abuelo en la mía, su mano derecha continuaba haciendo presión o dando calor en la boca de su estómago, estaba sudando, se desabrochó el botón de la camisa y respiró con fuerza. Se me ocurrió hablarle de Esperanza para distraerle, de la alegría que tendría al verle de regreso sin mayores heridas que un estómago desbaratado. Le hablé de su limonero y de los párpados que se cerraban graciosamente al ritmo de los golpes de yunque de su padre. Comprobé que mis palabras le venían bien. Las palabras también funcionan como medicinas en los casos en que no disponemos de mejor botiquín. No éramos Ulises ni Homero, sólo un abuelo de veinte años y su futuro nieto de cuarenta y dos que se consolaban mutuamente en una esquina perdida del tiempo.
Un oficial dio la orden de comenzar a embarcar, una cadena de voces de júbilo se propagó por todo el muelle, gorros al aire, silbidos y una música de gozosos suspiros que se encadenaban de cuerpo en cuerpo desatando una tromba de alegría nerviosa por abandonar aquella tierra. Yo nunca había viajado en un barco de vapor; la idea, al principio, me pareció romántica, imaginaba una apacible travesía hablando de literatura en la proa con turistas italianos y mujeres que paseaban con sombrillas. No fue así. Desde que pusimos el pie en el barco no cesaron los percances y duraron todo el interminable trayecto hasta que por fin avistamos de mañana el puerto de Málaga. Gran parte de la tropa tuvo que pasar de mala manera la noche en cubierta soportando los envites de un mar caprichoso que nos zarandeaba. Ni mi abuelo ni yo mantuvimos el coraje o la dignidad en alta mar, nuestra sangre castellana nos delataba y se correspondía con nuestras caras de asombro a cada movimiento del buque o al tamaño y rugido de las olas que intuíamos en la oscuridad. Yo también vomité, con rabia y varias veces; sólo se nos ocurrió abrazarnos para que nada peor nos sucediera; otros soldados iban bebiendo vino o aguardiente que se pasaban en tazas de hierro o botellas. Sentía que mi estómago estaba a punto de reventar, me ardía todo por dentro y mis sienes palpitaban con cada inclinación del barco. Sería por puro agotamiento o por los latigazos de dolor que caímos en un estado parecido a la inconsciencia que nos permitió llegar al amanecer con los ojos cerrados y sin noticias de nuestros males. La claridad del día nos despertó; a lo lejos se divisaba la línea de costa que anunciaba nuestra llegada a la península. Toda mi ropa tenía el perfume agrio del vómito y sentía la piel acartonada, no sé si por la humedad o por el sudor reseco de la noche. Llegábamos a casa.

No hay comentarios :