6/2/10

Los peores enfados son con uno mismo. Lo pienso esta mañana padeciendo el enfado de mi hija mayor al darse cuenta de que algunas veces la dejo ganar cuando jugamos. Cuando Alba se enfada por estas cosas se suele esconder detrás de la cortina de su habitación, en el hueco perfecto que deja el radiador y le permite camuflarse un buen rato junto a su tristeza. Le digo que en la vida va a ganar y perder muchas veces y que no puede andar enfadándose por esa fluctuación tan caprichosa. Debería haber sido más sincero y contarle que perdemos muchas más veces que ganamos, que vaya blindando su orgullo a prueba de decepciones porque el camino estará plagado de banderas rotas por el suelo. Lo que pasa es que es difícil entender todo esto a los ocho años cuando delante de una pantalla tu jugador de tenis pierde o en una carrera a tres vueltas por el soportal tu padre cruza primero la meta con un patinete. ¿Por qué nos han enseñado que ganar es tan importante? La respuesta es simple: somos muchos y muy parecidos, por eso necesitamos un sistema de evaluación, una criba que nos nombre y diga eres el mejor, eres de los que el destino ha tocado con su estúpida varita.
Cuando uno se enfada con uno mismo cuesta mucho desembarazarse de los hilos pegajosos de la tristeza. Al girar sobre nosotros mismos nos vamos enredando con ellos hasta que se hace difícil respirar. Desde el pasillo veo la silueta de Alba, le delata su melena oscura que cae sobre sus rodillas elevadas, una montaña triste que se debate entre el sentido común y la deliciosa irracionalidad de una infancia que algún día deberá abandonar como se abandonan las casas de verano al llegar septiembre. Afortunadamente se le pasa rápido. Envidio la velocidad de los cambios cuando tienes su edad. A mí me lleva meses girar el rumbo, el timón de mi nave tiene los huesos cansados y le cuesta mucho esfuerzo apartarse de las tormentas que mi propia indecisión genera. Cuando Alba sale de su escondite nos abrazamos. No hace falta decir nada. No hay que caer en el consuelo cristiano de que lo importante no es ganar sino participar, ¿sería mejor padre si le dijera esas cosas? Después aparto la cortina y observo el hueco entre el radiador y el saliente de la pared. Por un momento imagino mi cuerpo allí, doblado, reducido por un mago que me concediera el deseo de revisitar alguno de mis enfados más lejanos.

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