7/2/10

El otro día pensaba en la historia de un tipo que vivía en una ciudad conocida como la ciudad de los chistes malos. Le veía como un granuja de los años setenta que iba con su coche destartalado vendiendo productos de belleza puerta por puerta. Se bajaba con su maleta gastada y llamaba a un timbre. Hola, señora, buenos días, le traigo la solución ideal para las arrugas, decía, o cosas por el estilo dependiendo del día y el humor que llevara puesto. Muchas mujeres le dejaban pasar y examinaban con cierto deleite los frascos y los tarros de cremas. El tipo nunca hacía demostraciones en vivo, se limitaba a su verborrea y a los piropos que tenía a mano para alabar el tipo de piel o el semblante perfecto de una u otra. Algunas mujeres no le dejaban pasar, le decían que sus maridos no estaban en casa o que tenían que poner la lavadora.
Al llegar a casa dejaba la maleta de las cremas junto al mueble de bambú de la entrada, encima de él había colocado un espejo en forma de sol con una bombilla de sesenta vatios por detrás que servía de excusa para falsos comentarios improvisados del estilo: “mira, este sol luce como tú”, mientras besaba el cuello de alguna mujer y le quitaba lentamente el abrigo. Estamos hablando de una época en la que se hacían esas cosas, en la que la sensualidad era un oficio lento y recargado que exigía la creación de atmósferas especiales.
Por las noches hacía tortilla de patatas en una sartén pequeña. Se sentaba en un taburete y pelaba dos patatas con un cuchillo de mango nacarado, en silencio, en calzoncillos si era verano o con el albornoz anudado si era invierno. Por el patio subían las conversaciones, el olor del aceite, las peleas, los restos de humanidad que se desperdigaban con la caída del sol, las disputas amorosas de personas que nunca habían leído a Ovidio y un rencor generalizado que bullía en otras sartenes llenas de patatas, ¿dónde nacería aquel rencor? Cuando la tortilla estaba cuajada la ponía en un plato y se iba al salón, encendía la tele y veía el telediario. Después de cenar se duchaba, se peinaba, se echaba demasiada colonia y elegía minuciosamente la ropa para salir. El tipo tenía un coche muy feo y destartalado, visto ahora parecía un tanque minúsculo, el tanque que un payaso elegiría para hacer reír a los niños en una función de pueblo. Con ese vehículo trabajaba y con ese vehículo recorría la ciudad de noche buscando presas.
Su local favorito era uno en la zona norte, se llamaba El caballo de cristal, era como una cueva decorada con espejos y velas en la que el sudor se mezclaba con el olor a desinfectante y lo hacía tan bien que a veces parecía que los dos bailasen juntos en la pista vacía sin que nadie les mirara. El tipo llegaba y se pedía una copa en la barra, acercaba un taburete y sacaba muy despacio un cigarrillo de su cajetilla de Rex mientras se hacía una composición del lugar, en su cabeza se trazaba un mapa con puntos luminosos, puntos con faldas de terciopelo o puntos con vestidos cortos de lana. Daba igual. Era un hombre solo, fumando tabaco negro y con una historia que contar.
La mayoría de las noches volvía solo a casa. Al entrar iba directo a la cocina, abría la nevera y se comía las sobras de la tortilla de la cena, lo hacía de pie, mirando la oscuridad del patio que a esas horas se confundía con la boca de un dios desaprensivo que daba cuerda a las pesadillas de sus vecinos.
No sé por qué pero me imaginaba así su historia. Me gusta que pueda ser la de cualquiera. ¿Por qué no la mía? Un día, con tiempo, debería sentarme a escribirla.

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