2/2/10

Llegué a Barcelona un mes de septiembre. ¿Por qué fui en tren, por qué elegí un vagón de coche-cama para trasladarme allí? Lo más fácil hubiera sido ir en avión, coger un puente aéreo a las siete para poder recibir al camión de la mudanza que venía de Madrid. Pero fui en tren. Quizá buscaba establecer una línea muy marcada que me dijera que estaba cambiando de ciudad, que no se trataba de poner un pie y después retirarlo para regresar a casa. El tren ayudó a que fuera más cinematográfico, más profundo, no sé. El caso es que llegué muy temprano a la estación de Sants con la sensación de estar en las antípodas del mundo. Tomé un taxi y le dije que me llevara a la calle Vilamur. ¿Dónde estaría esa calle que sonaba en mi cabeza como si fuese una mala traducción del francés de Villa Amor? Frente al pequeño edificio de apartamentos había un colmado, que es como llaman a las tiendas de ultramarinos en Barcelona. El hombre estaba levantando el cierre. Le expliqué que venía de Madrid y que me tenía que dar una llave. La tienda olía a frutos secos y a aceite rancio, pero no era desagradable. Compré pan y una barra de fuet que me envolvió en un finísimo papel de estraza. El camión con mis cosas llegó al poco rato. En esos momentos empecé a sentir que estaba pasando algo de verdad. Ya no eran suposiciones o difusas imágenes en las que te imaginas viviendo en un lugar desconocido; estaba pasando, mi televisor estaba en la calle de la mala traducción francesa, unos hombres lo subían a mi nueva residencia.
Cuando acabaron me quedé solo. La puerta se cerró y nos quedamos mis cosas y yo contemplándonos, con ganas de romper el silencio y de que alguien supiera dónde estaba la cafetera para decir: ¿a quién le apetece un café? Pero cuando vives solo no pasan esas cosas. Lo primero que hice es acostumbrarme a los techos nuevos. Tenía que descubrir qué sensación se registraba en esa casa cuando su ocupante no hacía nada. Me tumbé en el sofá rodeado de cajas y me quedé mirando al techo. Escuché la campana de una iglesia cercana. Escuché gaviotas (o hoy creo que lo eran). Escuché los ruidos de mi interior, seres invisibles que estaban haciendo su otra mudanza, moviendo muebles, arrinconando lámparas inservibles, quitándole el polvo al miedo de estar en una casa vacía mirando al techo. Una vez que todo estuvo en orden me levanté y di una palmada imaginaria que sonó como el pistoletazo de salida de una carrera de galgos. Barcelona me esperaba recién levantada. Yo era ese chico nuevo del que hablan muchas canciones, que había decidido probar suerte en otra ciudad.
Anoche pensaba en todo esto antes de poder dormir. Quizá tenía nostalgia de aquel otro que hace ya doce años miraba un techo intentando dibujar el mapa de su próxima vida. Puede que anoche viera ese trozo de mapa desdibujado y algo amarillento y sintiera la necesidad de contarlo. La historia de cada uno de nosotros elige el lugar más inesperado para escribirse. Después cerré los ojos muy despacio, como despidiéndome de algo.

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