3/2/10

Ayer entré en una iglesia. Había bajado un momento a comprar unos guisantes precocinados en el Eroski que tengo al lado de la agencia. Me apetecía comer guisantes. Al llegar a la esquina de Manuel Silvela, en vez de torcer a la derecha lo hice a la izquierda empujado (gran misterio) por la visión de una de las vidrieras exteriores de la Iglesia de los Redentoristas. Entré. En la capilla pequeña estaba acabando una misa. Llegué justo cuando se estaban dando la paz. Me situé de pie en el último banco. ¿Por qué había entrado? En aquella iglesia había escuchado muchas misas cuando era pequeño y vivíamos en la cercana calle Caracas. Los domingos acompañaba a mis padres y colocaba los brazos de la misma forma que lo hice ayer, las manos enlazadas a la espalda, las piernas rectas y un ligero vaivén (como de viajar en trasatlántico) a modo de pasatiempo frívolo ante la trascendencia de la ceremonia. Quizá quería sentir algo. Por eso clavé la vista en el Cristo crucificado que presidía el altar, la misma figura que veía de pequeño. Lo que más me gustaba de aquella capilla eran los ventiladores en verano, suspendidos a tres metros del suelo y con esas finísimas cintas de plástico de colores que les ponían para saber si estaban funcionando o no. Los ventiladores giraban en medio de la palabra de Dios con aquel ruido de bombardero alemán mientras las cintas serpenteaban en el aire ofreciendo destellos inesperados que no muchos fieles apreciaban.
Tenía que estar comprando guisantes precocinados pero me había metido en una iglesia. Miraba las vidrieras góticas y pensaba si me apetecían más los guisantes o esa lasaña de espinacas que probé el otro día y que tanto me gustó. Me hubiera gustado que la luz de la fe me atravesase la carne. Que Cristo bajase de su cruz y se sentase en el último banco, a mi lado. Pedía un mínimo gesto. Una señal. El sacerdote dijo que podíamos ir en paz. Muchos salieron en ese momento. Otros se sentaron para seguir rezando o porque fuera hacía frío y no había muchas otras cosas que hacer. Una anciana rebuscaba algo en una bolsa de plástico, de pronto debió tocar algo crujiente, algo que rompió el silencio del templo y a la vez me recordó que la vida continuaba.
Salí de allí y fui al supermercado. Cogí los famosos guisantes y una barrita de pan. En la cola para pagar intentaba analizar la desconexión de mi fe. Después pensé que quizá Dios, aburrido de escuchar su palabra por los altavoces de la iglesia, se escapaba de vez en cuando y se iba a dar una vuelta por el supermercado. Quizá era la ecuatoriana que reponía los yogures. Quizá el hombre que elegía los tomates con su mano temblorosa. Quizá era yo, un hombre que sostenía un envase de 300 gramos de guisantes precocinados y una barra de pan envuelta en plástico retractilado.

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