15/2/10

En otra sala viendo nevar. A mi alrededor otra gente, otras caras y otras manos que se mueven al hablar intentando asegurar algo, dejarlo fijado en el tiempo como esos cuadros baratos en los pasillos de los hoteles. Al volver a casa seguía viendo esa nieve racheada a través de los ventanales. Recordaba el café que dejé caer en una taza. Entre la sacarina y el azúcar elegí la última, el terrón se empapó del líquido marrón que quita el sueño; pero el mío no se fue, el mío caía despacio como tras los balcones de un palacio ruso en el que el tiempo se puede detener poniendo el dedo sobre la manecilla de un reloj. ¿Por qué no prestamos atención a lo que está pasando?, debí haberles dicho. Olvidemos nuestros pleitos, nuestras insignificantes hazañas de lunes. ¿Cuántos de nosotros, honorables compañeros, pasaremos a la posteridad por esto o cuántos seremos recordados en el noble y dorado filo de los días que vendrán? Después de estas palabras no vale que mordáis vuestros lápices de empresa ni que con sonrojo volváis la vista hacia otro lado. Os hablo del regalo que nos manda el cielo. Os hablo de señales de insoportable pureza que han llegado a nuestra tierra.
Al volver a casa repasaba mentalmente este monólogo e imaginaba qué haría Shakespeare hoy, lunes, trabajando en una multinacional. ¿Agarraría el termo de café como lo hice yo esta mañana? ¿Fijaría sus ojos en la nieve reviviendo toda la tristeza del mundo en su pausada caída? Creo que sí. Y no sería el único. Otros lo hacen a diario sin saber que dentro de trescientos años quizá alguien lea lo que hicieron y sintieron, alguien que quiera saber por dónde pasaron y qué les llevó a escribir lo que escribieron. Alguien en un cuarto piso de un edificio de oficinas contempla una simple consecuencia del invierno. Las máquinas no dejan de funcionar por ello. La vanidad no se apaga ni las luces ni el lejano bufido de las fotocopiadoras que insisten en su gimnasia ciega.
Ver nevar no tiene ningún mérito. Cualquier necio puede hacerlo. Podemos encadenarlo a una silla y hacer que sus ojos vean de frente el agua sólida cayendo, pero ¿qué ganaremos con eso? ¿en qué cambiará el mundo? Mejor no. Mejor asentir mientras la cabeza elige sus propios miradores y se inventa el objeto exacto que quiere contemplar. O si no se espera uno hasta llegar a su propia casa y se coloca la corona de rey y hace llamar a su poeta isabelino favorito para contarle cómo ha ido la jornada. Sí, eso es lo que hay que hacer.

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