16/2/10

Muchas noches sueño con el cangrejo azul. La primera vez que lo vi estaba en Costa Rica, en unas cabañas de madera que habíamos alquilado para pasar unos días. Estaban al lado de la playa. Por las mañanas un viejo hacía arroz con carne en una olla alta, después te servía en unos platos de plástico y nos lo comíamos viendo el mar. Por las noches no había gran cosa que hacer. Al lado de nuestra cabaña estaban unos italianos que tampoco salían nunca. Se pasaban el día bebiendo y por la noche chillaban mucho y andaban por la playa desnudos con las botellas de ron en la mano. Algunas veces los reflejos de las botellas eran como las señales de la presencia de ángeles en la Tierra. La primera noche que vi el cangrejo azul estaba apoyado en una barandilla de la terraza de nuestra cabaña. La luna era grande, del diámetro exacto de una premonición. Desprendía una luz nunca vista, como si en su interior reposasen filamentos alimentados por un poderoso generador desapercibido para los geólogos. El cangrejo azul se movía despacio sobre una piedra. Sus patas llevaban un ritmo propio. Único. Parecía que tocaba el piano, un nocturno, el más íntimo de Chopin. Nos quedamos mirando sus movimientos. Alguien cogió una piedra con la idea de aplastarle y ver cómo su estructura estallaba en medio de la noche caribeña. A veces es irresistible la contemplación de la belleza. Somos monos envidiosos. Pensamos que por estar en lo alto de la pirámide podemos reinar como tiranos, restañar el látigo y decir: tu vida me pertenece porque aprendí antes que tú a caminar sobre dos patas. La mano que sostenía la piedra se quedó clavada en el aire. Era un bombardero de la muerte. La mano de la destrucción que había planeado acabar con lo insoportable. El cangrejo azul siguió avanzando. Eso fue lo que le salvó la vida. Hoy pienso que a nosotros también. Pero muchas noches cierro los ojos y sigo viendo la mano agarrando la piedra y nuestras miradas infantiles anticipando la escena de su muerte. Para olvidar el asunto nos fuimos a la playa. Los italianos estaban tocando la guitarra. Había un perro enloquecido al que tiraban palos y piedras. El ron te saca del mundo a todos los efectos. Mis amigos, los italianos, el perro y yo. ¿Seguiremos allí todavía? Cuando se acabó la botella nos fuimos a dormir. Las cabañas crujían en medio del silencio centroamericano. Si cerrabas muy fuerte los ojos podías sentir el giro cansado del planeta, su dulce inercia de nana, quizá impulsado por las patas de un cangrejo azul que aún conservaba la vida.

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