21/1/10

Llega un momento en que todas las salas de reuniones son la misma sala. Lo pensaba esta tarde cuando me encontraba reunido en una de ellas. Las paredes eran blancas y había un balcón o un ventanal (ahora no podría asegurarlo) tapado por un estor que dejaba pasar una luz tímida de tarde de invierno. Se podía contemplar el edificio de enfrente, al otro lado de la plaza, una construcción típica de principios de siglo en Madrid. En la reunión había unas diez o doce personas, contándome a mí. ¿Nunca te ha pasado que estás en una sala con más gente y tu cabeza se va a un punto determinado de la estancia y te escapas irremediablemente? Reconozco que soy muy dado a la evasión. Me gustan los puntos de fuga de mi imaginación y por ellos transito y deambulo esperando señales mágicas. ¿Qué esperaba de la contemplación de aquel edificio? Lo primero que sentí es paz. Hacía mucho que no la sentía; una paz repentina que fue tomándome poco a poco. Sentía unos dedos alargados y de una textura similar a la del azúcar que se movían por mi piel, por encima y por debajo de mi piel intentando decirme algo. Las emociones estéticas son difíciles de describir. Pasa igual con la música. Me sentiría más cómodo hablando de todo esto si supiera tocar el piano a la perfección. Quizá sentí algo parecido a Chopin, uno de sus nocturnos estaba dentro del edificio que veía. Quizá alguien dentro de ese edificio tocaba en ese momento a Chopin amparado por el mismo sentimiento que me estaba produciendo en una sala de reuniones aquella luz de tarde de invierno. Me hubiese gustado parar la reunión para comentar este tema y hablar de las supuestas coincidencias que nos ofrece la vida. Resulta evidente que no lo hice, no hubiera sido producente ni adecuado. Las empresas están llenas de personas que viven ajenas a estas consideraciones. Lo malo es que a mi cabeza le costó salir de allí. Tuve que hacer un gran esfuerzo para volver al cauce y seguir remando. A veces no logro entender por qué me paro en medio de un río y hago semejantes cosas; mi conducta se muestra ingobernable ante fenómenos de los que no puedo dar explicación racional. Sólo era un edificio cuyas líneas estaban difuminadas gracias al efecto óptico de un estor blanco. Pero esa paz que por un instante invadió mi casa interior, esa que llevo a todas partes y en la que me protejo de lo extraño, ¿a dónde fue?
A los pocos segundos me sorprendí escuchando mi voz, una voz que contaba una película dentro de una campaña. Mi cabeza hace horas extra cuando suceden estas cosas. Por un momento toda la información circula por la misma carretera, hasta que logro inventar desvíos para que nadie choque. La luz de una tarde de invierno tuerce a la derecha; mi vida profesional lo hace a la izquierda pero no puede evitar mirar por el retrovisor y envidiar con la mirada a la otra que poco a poco se va haciendo pequeña.

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