20/1/10

Soy un cobarde. Cuando veo imágenes del terremoto de Haití vuelvo la cara como los niños que se tapan los ojos para hacer desaparecer lo que les causa horror. Si cierro los ojos el dolor desaparecerá, será todo un sueño. Las desgracias van perdiendo fuerza con la distancia. Cuantos más kilómetros te separan del dolor, menos duele. Por eso preferimos un rasguño en un pie que en la cara. La muerte de un familiar lejano y poco frecuentado a la de alguien cercano e importante cuya pérdida ocasionaría años de sufrimiento. Soy un cobarde. Las entidades bancarias me ofrecen una salida para mi indignidad. Puedo comprar algo de compasión. Por unos cuantos euros el género humano volverá a aceptarme en sus organigramas mentales. Podré mirarme de nuevo al espejo. Podré seguir removiendo mi sopa con la cuchara. El alma necesita chaleco antibalas. El alma es el órgano que vive a la intemperie, no agregado ni protegido por ningún sistema óseo o muscular. El alma es la bandera del cuerpo, la zona más alta y la que más resulta castigada por los dramas naturales.
Soy un cobarde porque en todas las imágenes del terremoto me veo con mi mujer y mis hijas. Son sus cuerpos los que están allí, enterrados y confundidos con los escombros y el barro y el agua de la muerte que corre por toda la isla. Antes de tener a mis hijas podía enfrentarme a este tipo de imágenes con mayor entereza. Todo parecía ajeno, alejado, espectral; una parte de la realidad que se te escapa, la película de un multicine que nunca entrarías a ver, ¿para qué?
La tecnología nos ha acorralado. Nos ha hecho conscientes de que todo es parte de todo y de que todos somos parte de todos. Ahora el dolor se transmite de forma instantánea. Haití es un pie. Yo soy un hombro. Ahora el pie duele y no hay ninguna pastilla que me calme. Si dejo de ver la televisión, si cierro los periódicos, si no escucho lo que todos cuentan, ¿qué queda?
Muchas veces la vida nos pone en ridículo. Hoy mis problemas parecen estúpidas miniaturas con las que juego, a las que doy vueltas y vueltas hasta la desesperación. Mi cuerpo no está herido. Mis hijas no están entre los escombros. Debería alegrarme pero no puedo hacerlo, sería como bailar en un entierro. ¿Qué puedo hacer? ¿Bastará un poco de dinero para lavar mi conciencia?
Los terremotos también mueven algo por dentro. Lejos del epicentro también consiguen que la tierra se tambaleé. Nos recuerdan que somos cobardes. Nos recuerdan la fragilidad y vanidad de todo: nuestras rebajas, nuestros relojes de pulsera, nuestras sensaciones, nuestras dietas ricas en vitamina a, b y c. No estoy entre los escombros pero algo dentro de mí sí lo está; y sé que esta vez no vendrá nadie a rescatarme.

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