9/12/09

Últimamente colecciono días raros. Tengo ya varias cajas llenas que he de bajar al trastero para que no estorben en casa. Lo que hago es plegarlos como si fueran camisas, así pueden caber hasta diez días en una caja de cartón de tamaño medio. Hoy nada más levantarme ya sabía que iba a tener un buen ejemplar para mi colección. Se trata de un lunes raro de los que vienen después de varios días de fiesta, suelen manifestarse con un cielo gris muy uniforme, como si con su homogeneidad nos contara que no tenemos escapatoria, que su inmensidad tiene las medidas estándar de un patio de prisión de alta seguridad. En días así no sabes qué ponerte o qué hacer realmente, dudas entre quedarte en casa muy quieto o salir a encontrarte con tus obligaciones, que se encuentran en perfecta formación militar a la espera de tus órdenes. Lo mejor es tomar el café muy despacio aparentando naturalidad; en el contrato que firmamos al nacer ya venían especificadas estas cosas: días raros, sensación de no estar en el mundo, picores, cierta sudoración anormal en los transportes públicos. Nada que nos pueda sorprender. De todas formas nunca nos acostumbramos del todo. Querríamos días imposibles, soles inalterables, irreales, que no le permitieran a nuestra tristeza ni el más mínimo estiramiento de piernas.
Lo bueno de los días raros es que son, por lo general, de longevidad corta, algunos no llegan ni a las veinticuatro horas, se mueren de repente en una esquina, desaparecen en una tienda de mascotas sin que nadie vuelva a preguntar por ellos ni avise a la policía con voz agitada. Ante esto no hay que hacerse muchas preguntas, hay que aceptar que las cosas son así y que por muchas vueltas que le demos no podremos entenderlo nunca. Nos han enseñado que la vida es avanzar, que ese simple acto ya entraña valentía y que nadie nos reprochará nada por hacerlo. Hay que seguir. Hay que precintar las cajas y bajarlas al trastero. Después, como mucho, puedes escuchar tu canción favorita de Chet Baker mirando por la ventana, a la espera de que al gris le salgan matices, signos de humanidad que puedas compartir con tu taza de café aún caliente.
Podría coleccionar monedas o sellos (como hacía mi padre) pero me decidí por los días raros que a muy poca gente interesan. Seguro que hay otros como yo, gente rara que repasa con cariño sus colecciones, que espera que un día haya una feria internacional de coleccionistas en Hamburgo a la que poder asistir orgullosos. Yo también iría sin pensarlo y aprovecharía la oportunidad para intercambiar algún día excepcionalmente raro como el de hoy y conseguir a cambio otro que nunca haya vivido.

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