Cuando le haces una foto a la luna en invierno y es de noche y tratas de dejar muy quieto el móvil en alto, casi suspendido en el aire, para que pueda hacer su trabajo de la forma más acertada, sientes que estás haciendo algo importante. Después, al ver el resultado, descubres que la luna parece un disparo difuminado que alguien le ha hecho a la pantalla de tu teléfono, un punto luminoso que duda en medio de la oscuridad. No hace falta que creas en los selenitas ni que con romántica devoción te tumbes en el suelo a contemplar el único satélite natural de nuestro planeta. Estoy hablando de una casualidad, de una noche de invierno en la que el alumbrado de una urbanización compite con el destello borroso de algo que refleja la luz del sol a más de trescientos mil kilómetros de ti.
Similar emoción es la que sientes cuando pegas la punta de tu nariz al cristal de una ventana en invierno y respiras y luego apartas la nariz y ves dos diminutas representaciones de tus pulmones, dos formas ovaladas de un vaho que se evapora a los pocos segundos. Si repites la operación (esta vez con más fuerza) podrás ver de nuevo su forma. Siempre habrá una más grande que la otra, no te asustes, no significa que uno de tus pulmones esté enfermo ni que tengas una patología oculta que nunca te han detectado; simplemente es así.
Aquí tienes dos milagros que no son asociables. Nada tiene que ver la forma de la luna en la pantalla de tu móvil con la forma de tus pulmones en el cristal, pero tú caminas buscando un hilo que los conecte. Piensas en los posibles habitantes de la luna, seres bajitos que se mueven como hologramas y que parecen danzar girando sobre sí mismos mientras escuchan una música que sale de unos altavoces en lo alto de unos postes de plata parecidos a los de los aparcamientos de los hipermercados. Es una música minimalista compuesta por xilófonos y leves secciones de ritmo electrónico cuyas ondas, más que percutir, se dejan caer en las orillas de ese mar de la tranquilidad que nunca has visto.
Si te fijas, las marcas de vaho parecen responder a la misma secuencia; quizá dancen la misma melodía, quizá la atmósfera esté conectada por gases que no vemos ni sentimos y que se encargan de sincronizar la realidad. Quizá los selenitas bailen en honor a la fugacidad de todo, una muestra de respeto a los humanos de aquí abajo que acercamos la nariz a los cristales y respiramos despacio con los ojos cerrados y después miramos cómo se desvanece nuestra huella humana, qué rápido huye el testimonio de que estamos vivos, dura apenas unos instantes, el tiempo que una de esas criaturas de luz tarda en girar sobre sí misma.
Cuando llegas a casa intentas ampliar digitalmente la imagen. Querrías obtener una comprobación de ese baile lunar, ver al menos la sombra de los altavoces que has imaginado. Pero la imagen se rompe, el destello se descompone en cuadrados y esos cuadrados se van haciendo grandes hasta convertirse en piezas gráficas que posiblemente desaparezcan antes de lo que tarda en desvanecerse la forma de tus pulmones en la ventana.
Quizá te vayas a la cama deprimido por no tener una inteligencia superior que te permita comprenderlo todo, que establezca un rigor a tus intuiciones, que sea capaz de pasar a limpio tus emociones y esa tormenta que a veces estalla en tu sangre y te empuja hacia lugares en los que nunca nadie ha estado.
4/12/09
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