2/12/09

Hoy es el último día que tendré cuarenta y dos años. Al salir del metro no he visto las habituales banderolas de otros años, colocadas en lo alto de las farolas, con mensajes del tipo “ha sido un buen año” o “el resto de tu vida te espera”. Confieso que me alegraban esas muestras de cariño de la ciudad. Nunca puse un escrito al ayuntamiento quejándome de una posible violación de mi intimidad; lo interpretaba como una señal de adhesión personal, una rara avis en los tiempos que corren. Este año supongo que el presupuesto municipal no está para muchas lindezas y todo se ha reducido a unas tristes octavillas que repartía un colombiano en la boca de metro de Alonso Martínez. Bueno, no pasa nada. Me quedo con la intención. Procuraré que mis cuarenta y dos tengan un bonito último día. ¿Qué tal remar un rato en el estanque del Retiro? Hace un día perfecto, muy inglés, para meterte con todos tus años en una barquita de madera y hacer algo de ejercicio; sé que no es un lago escocés pero es que está aquí al lado y aunque resulte algo rupestre puede ser divertido. ¿Y si me llevo a todos mis años de compras? Podríamos ir a un centro comercial de las afueras, uno de esos que tenga los pasillos muy encerados para poder patinar mientras saludamos a las cámaras de seguridad. A mis años siempre les han gustado las compras, entrar en una tienda y manosear, coger un zapato y sentir lo que serían sus vidas con los pies allí dentro. Pero es un poco triste despedir un año en un centro comercial; es como pedir, como última voluntad, ver un partido en diferido. ¿Y un karaoke? Mis años no cantan nada mal y además ya no sienten vergüenza de que les escuchen cantar canciones de Alejandro Sanz con una copa en la mano; podrían cantar esa de amiga mía, lo sé, sólo vives por él, que lo sabe también, pero él no te ve como yo suplicarle a tu boca; y mientras lo cantan cierran con fuerza los ojos y miran al suelo para trasmitir todo el sentimiento o quizá lo hacen porque están demasiado borrachos y esas cosas se hacen sólo cuando hay demasiado alcohol echando carreras por tus venas. Pero está bien, me gusta lo del karaoke, es elegante. Si no siempre podemos ir a una librería y que cada uno elija un libro, el que más le guste, pago yo. Después, con los libros en la mano, podríamos ir en fila india por la calle y buscar un parque con cuarenta y dos bancos libres para leer. ¿Qué pensaría la gente al vernos? Creo que a estas alturas habrás deducido que no me satisfacen los cumpleaños convencionales, que las velas se me quedan cortas, que no hay tarta lo suficientemente dulce para aliviar esta insolente amargura. Mira, lo mejor es que les dé el día libre a todos y que cada uno haga lo que quiera. Mañana habrá uno más en la familia, tendrán que hacerle un hueco para que meta sus cosas, sus manías nuevas, sus estupideces, incluso su máquina de hacer fotos: hay que aceptar lo que viene. Donde caben cuarenta y dos caben cuarenta y tres. Nos apañaremos.

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