11/12/09

Hace algunos años me regalaron dos botellas de Vega Sicilia por navidad. Lo malo de que te regalen dos botellas de Vega Sicilia es que nunca ves el momento de abrirlas, esperas acontecimientos asombrosamente felices que te hagan correr a por el sacacorchos y tras la ceremonia de aireación verter el líquido en una copa buena y hacer todas las tonterías que hacen los que entienden de vinos. Lo que ocurre es que ni entiendo de vinos ni entiendo de momentos asombrosamente felices, por eso fui esclavo de esas dos botellas durante mucho tiempo. Cuando ocurría algo especial siempre pensaba si era lo bastante especial como para abrir una botella, pero después de analizarlo decidía que no, que ya vendrían días mejores. Y así estuve una buena temporada: un imbécil esperando a que el pájaro de la felicidad se pose en su ventana. Todo esto me hace pensar en lo sobrevalorada que está la felicidad en nuestros días, ¿ocurriría lo mismo en la Edad Media o en la Francia de los Luises o en la corte del rey Pirro de Epiro? La felicidad es una utopía moderna, un estado mental que se debate entre la realidad y la fantasía y que provoca serias disfunciones del alma. Para empezar, hace que siempre tengamos un agujero por dentro que no se puede llenar con casi nada. Los fabricantes de cosas lo saben y por eso se encargan de prometernos objetos o sensaciones que tapen el agujero, el agujero intapable, el foso en el que descansan los restos mortales de un tucán que nunca llegó a volar. Pobre pajarito.
Total, un día equis de invierno estaba con mi mujer en casa y habíamos hecho para comer huevos fritos con patatas, sería un miércoles de esos que estás en paro y no sabes qué hacer y te aburre todo, te aburre leer, te aburre pensar en lo que pasará mañana o si sonará el teléfono y al otro lado alguien te preguntará qué tal, cómo lo llevas, me gustaría hablar contigo y contarte un proyecto, ¿comemos la semana que viene? Pero aquel día (y muchos otros) el teléfono resultó ser una piedra decorativa, un instrumento de tortura silenciosa. Lo bueno es que la casa se llenó del maravilloso perfume de los huevos fritos y comprendí que había llegado el momento de hacer los honores. Saqué el Vega Sicilia del botellero y le quité el polvo. La etiqueta estaba algo desgastada pero después de la limpieza volvió a recuperar el lustre. Reconozco que no hubo aireación ni decantación ni más ceremonia que mirarle a los ojos a mi mujer y llenar su copa y después la mía. Éramos un matrimonio comiendo en casa, mojando trozos de pan en nuestros respectivos planetas anaranjados, incluso me atrevería a pensar que éramos felices. Si en aquel momento un mago hubiese hecho desaparecer la botella de vino no hubiera pasado nada, el pájaro de nuestra pequeña felicidad no hubiese plegado sus alas.
El vino estaba bueno, un poco fuerte para mi gusto, pero tampoco me hagáis mucho caso, os lo dice alguien que siempre ha sido feliz con cualquier cosa.

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