22/12/09

Es extraño ver una ciudad nevada, hay siempre algo irreal en la percepción, como si un attrezzista se hubiera encargado de todo antes de que tú te despertases y hubiese hecho gala de un efectismo demasiado profesional cuidando esos montoncitos perfectos en el asiento de los columpios, el esmerado desnivel de un tejado, la lisura de una acera que hace esquina redondeada y casi se confunde con un pastel al que le hubiesen espolvoreado azúcar con un tamiz. Cuando nieva, la realidad se confunde con el deseo; ese juego le apasiona más al deseo que a la realidad, la realidad no necesita jugar a nada, ella tiene el tam tam y sus manos son la medida exacta del ritmo. Sin embargo el deseo a veces se disfraza, para despistarnos o para estorbar nuestras maniobras, quién sabe. Cuando nieva, el deseo corre a tirarnos piedrecitas a la ventana para que lo abandonemos todo y salgamos a la nieve. El deseo sabe que tiene las horas contadas, justo hasta que la nieve se vuelva un puré gris con grumos y ninguna mano infantil baraje la posibilidad de construir imposibles esferas con ella.
Las ciudades en las que nunca suele nevar se vuelven desconocidas con la nieve. Las gotas de agua solidificadas perturban el paisaje, borran el cuadro y pintan otro que tenemos que recorrer palmo a palmo para reconocer como propio y decir, sí, esta es mi casa, ese es el árbol que veo por la ventana aunque ahora sea blanco y sin sombra.
No me atrevo a decir si me agrada o no el espectáculo. Por más que miro las delicadas extensiones tapadas por el blanco no consigo convencerme de su belleza. Quizá mis emociones no sepan calibrar el conjunto. Me pasa con muchas obras de arte y con muchos artistas. Me detengo ante esas obras y no consigo que mi respiración se pare o que algo en mis nervios provoque cataclismos que me digan algo. Por mi educación he aprendido que la nieve es entrañable, que está asociada a momentos del año íntimos y festivos, que da paz mirarla y que por un momento nos saca del tiempo en una especie de prórroga invisible que la tradición recomienda degustar frente a una chimenea. Todo eso lo sé, mis ojos lo saben, pero se resisten a firmar el documento en el que me rindo incondicionalmente ante su estética. Sólo es nieve, moléculas que han cambiado de estado y se apelmazan unas sobre otras según caen.
Jamás tendré con mis hijas esta conversación. Sería como matar a un gorrión delante de ellas, estrujarlo en mi mano y que la sangre resbalase por mi brazo ante sus miradas atónitas. Hay cosas de las que es mejor no hablar. Por eso se inventó la escritura, esa comentarista de los estados excepcionales, la mecanógrafa de la soledad que con sus rodillas juntas va transcribiendo la realidad del otro lado.
Una ciudad nevada dura muy poco, un parpadeo, el clik del disparador de una cámara que ansía retener el milagro para que pasado el tiempo dé fe de que un día el mundo se volvió blanco y estuvimos allí para verlo, fuimos capaces de inventarlo todo de nuevo y de jugar a que, por un momento, todo estaba intacto.

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