21/12/09

Cuando estoy triste pienso en Caravaggio. Voy más allá, todo el que esté triste debería pensar en Caravaggio, que no escoja otro pintor, Caravaggio es perfecto: sus santos y vírgenes te reconcilian con la esencia humana. En el Vaticano no podían con él, por una parte el Papa estaba encantado de tener un pintor tan diferente y valiente para su época, pero su incorrección y su desmesurado realismo le reportaban muchos enemigos. Fue el primero (o de los primeros) que se atrevió a coger prostitutas, borrachos y mendigos como modelos para hacer su pintura religiosa; una puta que se convierte en virgen por obra y gracia del arte. Interesante. Cuando estoy triste me alegra pensar que Dios planea de vez en cuando sus jugadas, escoge a personas excepcionales y les dice al oído lo que tienen que hacer, el pintor italiano fue uno de ellos. Dios le dijo, ¿ves aquella puta que está sentada junto al duque de Parma? Sí, contestó Caravaggio. Verás, le dijo Dios, quiero que sea la virgen de tu próximo encargo papal. Y Caravaggio apuraba su vino y algo en sus ojos ya calibraba la luz exacta que tenía que tener aquella figura en el cuadro.
Pensar en un pintor italiano cuando estás triste supone un ejercicio de humildad. Todo tu dolor no puede ser más grande que el de alguien que vivió preso de las ataduras de su época, alguien que para comer tenía que producir obras sacras. Quizá a Caravaggio lo que le hubiese hecho disfrutar fuese pintar personas corrientes, pintar putas, pintar ladrones, pintar viejos desdentados que ven pasar barcos en el puerto. Pero había que comer, siempre hay que comer.
Con todo y con eso su obra es descomunal, él solo se inventó el barroco y si le dejan incluso se adelanta a su tiempo e inventa el naturalismo.
Hablar hoy de Caravaggio no es casualidad. El sábado, matando el tiempo en el Corte Inglés de Nuevos Ministerios, vi un libro sobre el pintor que ha editado Taschen. Me paré delante como si estuviera ante el sagrario de una catedral y fui pasando lentamente las páginas. Caravaggio estaba allí, sin duda los alemanes habían hecho un buen trabajo, los cuadros estaban bastante bien impresos. Pude ver sus mejores obras, estaban esperándome escondidas tras una tapa de cartón en un sábado cercano a la navidad. Fue como encontrarme al propio Michelangelo Merisi que me esperaba para recordarme que mi tristeza es una gilipollez de niño mimado, una pose de ser inmaduro al que no le ha pasado nada sorprendente en la vida. ¿Has matado a un hombre con tus propias manos?, me preguntó. No, no he matado a nadie, contesté cabizbajo y luego volví a cerrar el libro y me alejé de allí con la alegría contenida de alguien que acaba de ganar una batalla en miniatura. Moraleja: es bueno de vez en cuando poner tu tristeza al lado de otra que la deje en ridículo.

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