20/12/09

El tipo que sujetaba aquella jarra de cerveza tan grande era yo con diecisiete o dieciocho años. Estaba en un camping de Javea con mi, por aquel entonces, amigo Enrique Belart. ¿Por qué uno de repente piensa en esta imagen miles de años más tarde en un día de invierno después de salir a comprar tabaco y regresar corriendo para no congelarse en medio de la calle? Si supiera todo esto no escribiría o quizá escriba para saberlo, para averiguarlo un día que ya no haga tanto frío dentro de miles de años.
El camping estaba a varios kilómetros de la playa pero no suponía un problema. Enrique tenía un Renault 5 de color naranja que nos llevaba cuando ya no podíamos beber más cerveza y teníamos que tumbarnos en aquellas piedras redondeadas a que el sol nos calmara. Por la noche la vida social consistía en sentarse en unas mesas de plástico, que el dueño del bar colocaba de mala manera, y levantar aquellas pesadas jarras de cristal. El dueño era un alemán viejo y gordo. Cuando te miraba parecía que estuviera dormido, pero no, sabía lo que hacía. Se movía despacio entre la curiosa barra improvisada y una mesa, más pequeña que las otras, que le servía de despacho. Al alemán le gustaba el country, escuchaba country todo el día y al resto de parroquianos tampoco parecía molestarles más allá de algún balbuceo en alemán que supongo que querría decir quita ya esa mierda, estás enfermo, pon algo más alegre. Había una chica alemana, de nuestra edad; vista ahora me parecería una niña, una niña con una pamela que nunca se quitaba y un vestido blanco, quizá demasiado petulante para la vida nocturna de un camping de playa, pero quién sabe, quién tiene la vara de medir para estas cosas ni para nada. Cuando avanzaba la noche y la cerveza lo empapaba todo por dentro, es decir, los fantasmas de cada uno y esos sueños que envolvemos en papel de aluminio con la esperanza de que se conserven para el gran día de los sueños cumplidos, cuando llegaba ese preciso momento alguien siempre salía a bailar. Recuerdo una anciana que bailaba con un hombre de aspecto italiano, mucho más joven que ella, dando vueltas muy despacio en aquella pista que ningún inspector de discotecas homologaría. Enrique y yo no decíamos nada, allí nadie decía nada. La chica de la pamela parecía ausente, quizá hubiera venido con su padre de vacaciones, su padre separado que trabajaba como un animal todo el año en su fábrica para pagarse unos días de sol en España. Como no sé alemán le pedí bailar en inglés. Pedir bailar a alguien ya es bastante ridículo como para hacerlo encima en un idioma que no acabas de dominar. La chica me dijo que sí y bailamos aquella canción que se parecía a todas las demás. Lo hicimos despacio, como si conociésemos la fecha exacta del fin del mundo pero tuviésemos otros planes. A mitad de canción un hombre gritó el nombre de la chica a unos cincuenta metros de distancia. Su padre la reclamaba. La chica se fue corriendo, sin despedirse. Dos días más tarde estábamos Enrique y yo tirados sobre las piedras de la playa, practicando inconscientemente un faquirismo latino de recuperación ante los excesos de la cerveza. Una de las veces que me incorporé para ver el mar vi a la misteriosa chica alemana, paseaba por la orilla sujetándose la pamela con una mano, ese gesto tan femenino y tan alejado de nuestras costumbres mediterráneas, quizá porque en este mar el viento no sople tanto como en otros del norte o porque las mujeres nórdicas vienen genéticamente predispuestas a ese tipo de tics. Lo cierto es que no me atreví a hablarla, a levantarme de las piedras y correr hacia ella para pedirle explicaciones. Hay que respetar las cosas que pasan y saber dejar pasar lo que nunca se va a detener de forma natural. Creo que las canciones country hablan de esas cosas, de ritmos, de oportunidades, de puertas que se cierran en plena noche y caminos que empiezan en lo más inesperado.
Ahora que ya he escrito todas estas palabras y parece que me he vuelto a contar la historia de la chica alemana del camping vuelvo a preguntarme por qué hoy apareció precisamente ese hilo y por qué tiré de él. Quizá la memoria aproveche estos días tan fríos para hacer limpieza en sus cajones.

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