16/12/09

El capítulo de hoy empieza con un flashback. Madrid, algún día de algún mes de 2002 (?), Edificio Triada, Torre C, Avenida de Burgos, 21. Varios creativos discuten sobre qué campaña presentar para un concurso. Uno de esos creativos soy yo, otro es Alfredo Negri. La campaña que yo defendía (la mía) no era de esas que te dejan sin respiración, resultona como mucho, uno de esos tiros seguros que muchas veces aciertan o acertaban, nunca se sabe: esto de la publicidad siempre ha sido un misterio muy divertido. Alfredo criticó con razón que la agencia apostara por mi línea. En aquel momento sus palabras fueron auténtica pólvora y mi orgullo no dudó en correr a por la mecha más grande para declarar oficialmente la guerra.
Todo esto viene a que el capítulo de hoy habla de las reconciliaciones y de cómo la madurez es la única embajadora plenipotenciaria para ablandar hostilidades. Durante mucho tiempo dejé de hablar con Alfredo. Se convirtió en mi enemigo. También reconozco que por aquella época a mi vanidad y a mí nos encantaba tener enemigos; un enemigo es un sparring emocional, una sombra necesaria para perfeccionar el baile de pies y mejorar tus golpes. A medida que creces vas abandonando esa necesidad, igual que te dejan de gustar ciertas canciones o ya no te atreves a ponerte esas zapatillas fluorescentes que antes te gustaban.
Pasó el tiempo, metió de pronto su cartela negra en la que se podía leer: siete años después. Cuando volvió a fundir a imagen la acción transcurría en un restaurante de la calle Hortaleza. Dos personas comiendo: Alfredo y yo. Dos personas más adultas (qué remedio) que gracias a un blog se habían vuelto a encontrar. Las palabras sirven para esas cosas. Las palabras son como las tiritas, ayudan a que las heridas cicatricen. Uno escribe y otro lee, qué sencillo parece, ¿verdad?
Y fuimos hablando de todo un poco, de todo menos de esto que estoy contando ahora, porque ya no hacía falta, las palabras habían hecho su trabajo, las palabras y el tiempo y que a mi orgullo le vino bien su cura de rehabilitación en aquella clínica imaginaria que tuve que abrir para él.
Sólo puedo decir que vivan las sorpresas y que vivan las segundas oportunidades, que dios las bendiga a todas y les ofrezca la vida eterna.
Me sentí bien comiendo con él. Fue como conducir un coche que hacía años que no conducías pero que al instante parece que no hayas dejado de conducir. Hablo de pedales y silencios, de sensaciones y sonidos familiares de un motor que cuenta cosas sencillas que habías olvidado. Ser amigo de alguien es una aventura. Un amigo es un aventurero del abismo, un explotador vocacional especializado en travesías sin brújula. Y eso hicimos, aventurarnos cada uno en la vida del otro y detenernos en los rincones que no figuran en la visita guiada.
Me quedo con una frase de la comida. Alfredo me estaba contando la historia de una ruptura reciente y me dijo que cuando contamos algo a alguien nos lo estamos contando a nosotros mismos; que principio tan real para una autobiografía honesta.
El capítulo de hoy no puede acabar sin una cita de Martin Amis en su excepcional libro titulado Experiencia. Creo que ya he hablado de ella en este blog pero no me importa, soy un gran defensor de los ritornellos. Contaba Martin que un día, hablando con su padre (también escritor, Kingsley Amis) éste le dijo: “cuenta lo que quieras, sea poco o mucho”. Recuerdo que cuando leí la frase se me puso la carne de gallina porque quizá comprendí por fin el único secreto de la amistad, el más grande: la confianza.
Bueno, Alfredo, ya sabes.

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