17/12/09

Descubrí el sentido de la vida deambulando hace algunos años por los pasillos del almacén de ataúdes del tanatorio de la M-30. Los poetas románticos visitaban cementerios góticos en noches de tormenta. Shelley escribía delante de una calavera. Ese día entendí por qué. Aunque no me considero ni poeta ni romántico entiendo que el contacto con la muerte reavive el sentimiento amoroso. Supongo que escribir delante de una calavera es un mero recordatorio de que todo tiene fecha de caducidad, es el vamos, vamos que esto se acaba, esa luz intermitente que sirve para ir acabando el examen antes de que la muerte te arranque el bolígrafo de los dedos. El almacén de ataúdes de un tanatorio no dista mucho del parking de un centro comercial. Imagina una extensión diáfana llena de féretros de madera colocados en varios niveles. Los había de todo tipo, desde los económicos en madera de pino barnizada hasta otros que parecían sarcófagos barrocos de película de vampiros. Un sitio así es como la última tienda para realizar la última operación comercial de la vida.
Paseando entre cajas de muerto tuve una revelación. Aclaro, para no defraudar a nadie, que las revelaciones no incluyen necesariamente sonido de violines o formas holográficas que se plantan ante uno y comienzan a hablarle. Todo es más de andar por casa. Te paras al azar delante de un ataúd y deslizas las yemas de tus dedos por una de sus asas, percibes el frío, la textura metálica que te repele y te atrae al mismo tiempo, después tu cabeza se dispara, dispara información, la información se mezcla con las sensaciones y muy pronto tienes una teoría escalofriante que irá madurando con el tiempo y te acompañará adonde vayas.
¿Qué hacía yo en aquel almacén? Hacía un anuncio. Por eso había una mesa plegable con termos de café y bocadillos calientes de bacon con queso. ¿Quién se puede comer un bocadillo caliente de bacon con queso en el sótano de un tanatorio? Recuerdo que cogí uno pero no podía masticar. Imaginaba que aquello era carne de muerto, me parecía indecente comer cualquier cosa allí abajo. Mientras rodábamos el spot los cadáveres seguían llegando, el show no paraba porque estuviésemos nosotros. Quizá eso fue lo peor y no lo de contemplar aquella plantación de cajas de madera. Llegaba un furgón y descargaba un cuerpo que era colocado en una caja para después ser subido a la sala correspondiente. Todo parecía muy normal. Uno de los empleados silbaba mientras hacía su trabajo, supongo que hay que sobrevivir, que se trata de eso, de un trabajo.
Cuando acabamos de rodar nos fuimos. Hacía frío. Mucho frío. La furgoneta de la productora subió la rampa y salimos al exterior. En el aparcamiento del tanatorio había una mujer con la cabeza inclinada sobre el pecho de un hombre más alto que ella. Permanecían estáticos. Ella derramando sus lágrimas sobre el pecho de él. Las manos del hombre acariciando mecánicamente la espalda de ella, creando una corriente luminosa que pusiera freno a su tristeza. Hacemos esas cosas ante la muerte. Confiamos en gestos que nos libren de la oscuridad, que nos devuelvan a la partida, al mundo, al territorio conocido. Fue una imagen fugaz. La furgoneta giró y aquellas personas y su dolor desaparecieron, pero se me quedaron dentro mucho tiempo junto al brillo de aquellas cajas y la soledad de esos pasillos que exponían envases para el último viaje. Shelley hubiera envidiado aquella jornada y, visto ahora, creo que lo de escribir delante de una calavera tiene sus ventajas.

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