13/12/09

Domingo de La Sirenita 3 y de películas de perros que hablan y ayudan a Papá Noel a repartir regalos de navidad. Hemos comido pasta rellena de calabaza y amaretto, sabía un poco a mazapán, demasiado empalagoso para un paladar español, quizá los italianos sean más partidarios de estas cosas. Yo he acabado comiéndome el pollo a la plancha que no ha querido Mireia, ella ha comido disfrazada de Bella Durmiente, bueno, en realidad no ha comido gran cosa: un yogur; a eso de la una comieron, su hermana y ella, varas rebanadas de pan con paté y después cacahuetes. Ahora queda la tarde, una gran extensión de domingo que habrá que llenar con cosas interesantes que no produzcan discusiones, no quiero que nadie llore. Mis hijas están en su cuarto mientras escribo esto, escucho sus voces a lo lejos mezcladas con ruidos repentinos de cosas que se caen o juguetes que arrastran. Es la banda sonora de un domingo cualquiera con bolas de cristal que ruedan sobre la tarima, con risas, con estrépitos contenidos que van seguidos de recriminaciones de la hermana mayor hacia la pequeña. Siempre igual. La historia de los hermanos no ha contado nada nuevo desde Caín y Abel, se suceden las mismas miradas, los mismos cuchillos entre unos y otros. Después de comer hemos tomado café y varios dulces navideños que mi mujer guarda en una caja circular decorada con escenas inglesas del siglo diecinueve. La paz anda cerca, quizá limándose las uñas apoyada en una pared contigua, quizá adormilada en el porche de una casa imaginaria que una vez soñé y que nunca acabaré de habitar. Me sorprende la ausencia de más señales en este día. Mireia acaba de meter a su conejo de trapo en el horno, dice que está comiendo, está plantada frente al horno apagado y le mira como una madre que ve a un hijo partir desde la ventanilla de un tren, ¿qué pensará mi hija viendo a su amigo de trapo allí dentro? La realidad no tiene nada que ver con lo que tenemos en la cabeza. La realidad es siempre distinta y así nos lo hace saber a cada momento. ¿Qué podemos hacer esta tarde? Mireia me observa escribir, no se atreve a interrumpirme o quizá le gusta verme así, a distancia, construyendo ya un recuerdo de su padre que le acompañará mientras viva. Mi padre escribía en un ordenador muy pequeño, bajo una luz de flexo que yo veía desde el pasillo, sus dedos golpeaban unas teclas que sonaban como cuando llovía y yo lo escuchaba desde el salón, un chisporroteo contagioso que se parecía mucho a un baile.
Dentro de poco llegará la siesta. La casa se quedará como un barco abandonado en invierno sólo que sin gaviotas; estaría bien escucharlas aquí, tierra adentro, gaviotas de invierno que cantasen una canción para que mis hijas se durmieran. Oigo la voz de mi mujer en el dormitorio, lee un cuento, habla de alguien a quien le habían hecho un regalo que le duró toda la vida; estará tumbada en el centro, con la cabeza apoyada en el almohadón de contar cuentos, con una niña tumbada a cada lado con los ojos muy abiertos. Escribir es el acto más egoísta que conozco.

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