15/11/09

A vueltas otra vez con el tiempo. Últimamente la he tomado con él, será por esta época que llevamos mirándonos mal o será que es fin de semana o que al caminar por la urbanización había poca luz y ya se sabe que donde hay poca luz habita el paso del tiempo en su tienda improvisada, como esas que echas al aire y al tocar el suelo ya están montadas. Llegados aquí, un día más, se encienden los focos y aparece en escena el chulo invisible con su cigarro apagado y ese silencio que todo lo contagia, hasta la vibración de los filamentos de las bombillas, que ni se atreven a decir aquí estoy yo ni a que el vacío salte a la comba allí dentro, donde viven. El tiempo. Da un paso y parece que se va a dirigir a los presentes, que va a golpear el micrófono con la uña y después va a abrir la boca y va a regalar al público su voz en cascada: pájaros del paraíso, sombras y olores tan antiguos que muchos chillarían por el insoportable y desconocido arrullo. Pero el tiempo no abre la boca. Te lo quedas mirando y no pasa nada, no se inmuta, si tuviera pestañas no las accionaría ni tendría la sagrada obligación de refrescar el cristalino de sus ojos parpadeando. Ese es el tiempo, un ubicuo desconsiderado, el charlatán tímido que junta tanto los pies que nunca dirías que está tranquilo en tu presencia.
Hoy me hubiera gustado tomarme una copa de coñac delante de una chimenea y hablar de él, sin prisas, con un interlocutor a la altura, alguien que lo conozca igual o mejor que yo, lo que pasa es que nunca encuentro la oportunidad, nunca he hablado de él a la velocidad que quisiera; cuando tengo una copa en la mano nunca encuentro la chimenea y al revés. Creo que a la gente tampoco le gusta hablar de esto, pero yo sueño con algún candidato. También es verdad que la gente prefiere hacer otras cosas o no hacer nada pero estar en una frontera tranquila y segura, por ejemplo la que ofrece una conversación conocida o la que proporciona una radio o el tortuoso ruido de la lluvia contra la cornisa metálica de un toldo.
Debe ser que los fines de semana escuecen más que los simples miércoles, día adiestrado en las más famosas técnicas del camuflaje. Debe ser que los fines de semana el tiempo se tumba en nuestro oído interno y comienza a contarnos sus penas y todas sus inconsistencias emocionales, mientras nosotros escuchamos alternando el pasmo con el tedio, escuchando a saltos con la vista perdida en el reloj, soñando con que pase la hora de visita y volvamos a la vida conocida. Dicho esto vayamos ya a la verdad, seamos ese dardo gastado que vuela por el aire con la confianza de alojarse en el blanco. Sí, el tiempo es un octogenario disfrazado de mariposa, un niño disfrazado de calendario romano, una bestia de tres cuernos que come natillas en nuestra butaca favorita y luego nos quita la manta y el sueño que nos pertenecía. Pero para qué te estoy contando todo esto si tú ya lo sabes.

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