28/11/09

Una vez al año celebramos que vinimos al mundo, ese día nuestros conocidos nos felicitan por estar aquí y llevar equis años vivos; el procedimiento habitual incluye una fiesta y que alguien apague las luces y traiga una tarta con velas encendidas que has de apagar pidiendo un deseo, aunque la mayoría de las veces el deseo se limita a estar en la misma situación dentro de un año. Que cumplas muchos más, dicen los otros, y que lo veamos. Siempre la coletilla final, la espada curvada que rebana antes de abandonar la carne, que lo veamos, que estemos vivos, incluso que tú mueras pero que nosotros veamos tu muerte y no sea la nuestra.
El día que celebramos que vinimos a este mundo y que tal día como ese salimos de un cuerpo amigable y chocamos con la atmósfera y la primera reacción fue llorar, ese día nos invade la tristeza y no hablo de una invasión multitudinaria y violenta, no trae la tristeza sus carros de combate ni clava sus banderas en nuestros cerros; lo hace de forma sibilina, como si se dejase caer y fuese reptando hasta nuestro puesto de mando y allí nos asestara un golpe por la espalda, un hachazo, un cristal en punta que se cuela en la carne y hace que el tiempo ya no tenga dimensión, que los recuerdos sean de goma o de broma o permanezcan boca arriba y no hablen.
Los días que celebramos esta ceremonia del tiempo querríamos estar lejos, querríamos ser piedras o bosques que se confundieran con otros bosques y que ningún excursionista nos pisara o acampara a nuestro refugio movido por nuestro disfraz de quietud. Los días así son graves, suenan a oboe, a cuerno romano tocado en funeral, a palomas negras que observan desde el canalón del tejado.
Esos días son un simulacro. Nos ponemos el chaleco salvavidas y andamos por la cubierta del barco jugando a que se hunde mientras los oficiales de abordo, con la sonrisa en la cara, nos indican el camino a los botes. Allí está ese matrimonio alemán que avanza de la mano. Él está tan gordo que no se le nota el chaleco, ambos caminan despacio, participan en el juego del hundimiento a sabiendas de que llegará el día en que sea de verdad. Los cumpleaños funcionan igual, simulacros, juegos espectrales, paradas en el camino que hemos ido trazando con migas de pan, migas que las palomas negras comen de noche borrando así cualquier retirada. Sólo hay una dirección. Por eso soplamos con los ojos cerrados y al abrirlos alguien ha encendido ya las luces y ante nuestros ojos está la mano que cortará nuestra porción. El brillo de plata de su hoja se hinca en el pastel y va cortando, se marca un punto imaginario en el centro y las matemáticas van decidiendo. También hay un punto imaginario en el centro de nuestra vida para que se clave ese cuchillo y que vaya haciendo su trabajo.
Si en ese momento hay niños en la casa se cantará cumpleaños feliz; la canción empieza así, uniendo automáticamente la felicidad al suceso, para que no haya dudas, para que la mente no saque sus propias conclusiones ni se evada a su balcón de la tristeza a mirar los años que quedaron atrás.
Pronto me llegará ese día, la rueda ha dado ya otra vuelta entera. Mi tarta, mi filo, mis muecas de sorpresa, mis palabras de gratitud, mi escapada súbita al balcón, la espada curvada que saldrá de mi cuerpo rebanando. Todos ellos estarán cerca de mí en el momento indicado. Será otro año más. Otro tal día como hoy de hace tantos años que aparecí aquí.

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