20/11/09

Mi hija pequeña no me quería dar un beso esta mañana. Me ha apartado con la mano y ha dicho déjame, papá. La cara que pone cuando hace esas cosas me recuerda a la de su madre cuando se enfada conmigo. La genética, esa herencia invisible y desconcertante que nos ata al mismo árbol que los que vinieron antes. Cuando Mireia se enfada conmigo arquea las cejas, esas cejas castañas que no deben medir más de tres o cuatro centímetros cada una y que de buena gana me comería si pudiera. La genética es la culpable de todo. Cuando yo tenía su edad e iba a casa de mi abuela sucedía algo parecido, me escondía entre las piernas de mi madre cuando llegábamos a la puerta de su piso de la calle Hermosilla y ella decía Luisito, Luisito y era como un barco oscuro que se cernía sobre mí intentando besarme. Pero yo no quería que me besara porque me daba miedo. Supongo que ella tampoco se enfadaba y lo que hizo es comprarme una locomotora roja y negra que funcionaba a pilas como chantaje para conseguir besos. Funcionó. ¿Cómo no iba a funcionar aquello? Al entrar en su casa iba corriendo al último cajón de la cómoda de su dormitorio, lo abría y aparecía aquel juguete impresionante que olía un poco a lavanda y a las pastillas de jabón que guardaba mi abuela entre sus camisones. La educación sentimental es un proceso complicado. El amor es gobernado por fuerzas extrañas que van marcando el camino, de las locomotoras pasamos a las palabras, de éstas a los hechos, a los actos que van siendo ofrecidos o recibidos como pruebas de lealtad, amor o pertenencia. ¿Qué información contiene un beso? Imagino que para responder esta pregunta habría que haber vivido más tiempo del que yo he vivido; podría improvisar algo para salir del paso pero no convencería a nadie. Los besos son unidades de energía, complejos sistemas de comunicación que otorgamos a los demás a cambio de algo, siempre a cambio de algo; te acepto, me haces reír, quédate a mi lado siempre, no mires a nadie más que a mí, estoy mayor pero quiero que me mientas, tengo miedo, tengo frío, gracias por lo que me das, vuelve pronto. Y cómo van cambiando a medida que pasa el tiempo, cómo se hacen parcos o frívolos o intensos o desesperados o burocráticos dependiendo del momento o el estado interior. A veces me gustaría volver corriendo a por la locomotora de mi abuela, arrodillarme frente a la cómoda y abrir el cajón secreto. ¿Qué habría dentro ahora para mí?
Esta tarde Mireia se habrá olvidado de que no quería besarme y me dará los atrasados, los que llevaba dentro para mí y no me dio. Quizá los besos caducan igual que los yogures y hay que tirar los que ya no valen y no recriminárnoslo mucho porque otros vendrán y tendrán su oportunidad y harán olvidar a los que no existieron y ese gusto metálico que nos dejaron en la boca del estómago con su ausencia.

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