13/11/09

Los días del mundo a veces se paran, como las panificadoras que un día se cansan de hacer pan, como los secadores de pelo que de pronto se tumban en el suelo y respiran deprisa y luego dejan de hacerlo mientras su motor se enfría soñando que sea sábado y que al día siguiente todo permanezca igual. Los días del mundo a veces tienen desconexiones, problemas técnicos en la emisión de la señal, como cuando yo era pequeño y la programación de la tele se paraba y sacaban esas imágenes de jardines de España y Bach sonando encima o a un lado, sentado en un banco del Palacio de Aranjuez y tocando su clavecín mientras una locutora decía que en breves momentos se restablecería la emisión. Es que a los días del mundo les pasa todo eso, son humanos, tienen frío, dudas, dolor de articulaciones, hipermetropía que intentan disimular hablando mucho del pasado; pero siempre vuelven a caminar, su sentido no es otro que hacerlo, son los excursionistas de mi fe, los peregrinos abnegados que recorren mis regiones buscando oro o metales de consideración que luego me ofrecen en cofres barrocos con la rodilla derecha hincada en el suelo. ¿Pero para qué vale su trabajo? ¿Tendrán una recompensa cuando todo esto acabe? Ellos saben que no, su única gratificación es el propio movimiento, su razón es avanzar, desbrozar esta selva imaginaria en la que me he metido o me ha metido mi tiempo, que seguro que tenía analizados los riesgos y las ventajas en su pequeña libreta de viaje.
Los días del mundo a veces se vuelven y me miran, apagan los motores y se encogen de hombros en silencio con su cara de qué hacemos ahora; cuando pasa eso comienzo a cantar una canción, al principio lo hago yo solo, a la segunda estrofa se levanta alguna voz tímida a la que luego se van sumando las demás, al poco rato somos un coro que resuena en el vacío: así nos defendemos del miedo y seguimos caminando muy juntos, como una legión derrotada en un planeta desconocido en el que pierden sentido nuestras banderas y los estandartes y nuestras proclamas latinas que se ven absurdas en esa atmósfera.
Los días del mundo a veces no saben qué decir, toman el micrófono como lo podría hacer un niño, simplemente por el placer de escuchar su voz en un estadio vacío. La vanidad esparce sus semillas por la tierra, sabe que llegará el invierno y las heladas y que muchas de ellas morirán, y sin embargo sonríe, sus pies avanzan y su sonrisa también, cada vez más confiada y luminosa. La vanidad es la que sujeta la mano siempre y nunca te dice por qué lo hace.
Los días del mundo van pasando en fila india, se dirigen al desfiladero y no por ello dejan de silbar ni se abstienen de dar patadas a las piedras o de pisar flores; saben que nada será por siempre, que algún día terminará la aventura de contar lo que ven y los lugares por los que pasan pero hasta que llegue ese día seguirán haciéndolo, quizá porque no sepan hacer otra cosa o porque les guste hacerlo por encima de todo. Mientras queden palabras las razones no importan.

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