17/11/09

Los amigos son personas extrañas o por lo menos a mí me lo parecen. Tengo pocos, cada día menos, imagino que por el resultado de la suma de mi pereza y la de ellos. Los amigos no se pierden por discusiones ni por enfrentamientos airados que un día puedas tener por la calle o hablando por un teléfono, se pierden poco a poco y sin hacer mucho ruido. Pero ahora no quiero hablar de los que se van sino de los que se quedan. Me gustaría hablar de uno que tengo hace ya ocho años. Le conocí en Young & Rubicam, llegó un día, como llega todo, sin darte cuenta, sin prestar mucha importancia, una cara nueva que te cruzas en un pasillo, una voz que nunca habías escuchado, una fisonomía que al principio encuentras rara, desacostumbrada, y lo es hasta que tu memoria la aprende y a fuerza de verla acaba entrando en tu mansión de las buenas sensaciones. Este proceso pertenece más a la química que a las ciencias ocultas, se trata de algo animal, no aprendido, inquietante y sencillo a la vez.
Con el tiempo acabé trabajando con esta persona, formó parte del equipo del que yo era responsable, jugué a ser su jefe pero no era esa faceta lo que más me importaba, era hablar con él, conocerle. La amistad es el jardín trasero de una casa, ese lugar al que no te invitan la primera vez pero que encierra la mejor información de uno mismo, sus pautas, sus flaquezas y, por supuesto, las flores que con destreza victoriana intentamos cultivar.
Pasó el tiempo y mi amigo y yo salimos de esa agencia. Pasaron más cosas, otros proyectos, desengaños, ilusiones que vivieron atadas a una botella de oxígeno las veinticuatro horas para no morir. Supongo que esto no es nada nuevo y que todos tenemos o hemos tenido al lado personas así, que van avanzando a ciegas con nosotros, que comparten el miedo del sonido de las balas, que juegan a zahories, que nos cuentan sus verdades y sus mentiras, que te preguntan si quieres café nada más poner un pie en su casa. No hace falta hablar mucho con un amigo, puedes estar sorbiendo ese café un buen rato sin dar o pedir explicaciones, los silencios se destensan como cuerdas de guitarras abandonadas, se hacen pequeños, ridículos y después desaparecen. Mi amigo vive en un apartamento pequeño en Malasaña, el salón tiene dos alturas, parece más un refugio tirolés que una casa madrileña. ¿He contado ya que hace un fantástico café de comisaría de Chicago? En invierno, cuando ninguno de los dos teníamos trabajo iba a su casa y tomábamos ese café y él ponía música que yo le había traído y pasábamos frío pero yo nunca decía nada. Un día decidimos poner una agencia. Supongo que se nos ocurrió sentados en su sofá negro de Ikea, con los pies encima de la mesa baja. A los pocos días fuimos a un notario y firmamos papeles y nos dimos un abrazo. Después llegó lo que tenemos ahora: un microcultivo de incertidumbres que regamos cada mañana. Todo esto viene a que los amigos son personas extrañas o por lo menos a mí siempre me lo han parecido; también influirá, supongo, que yo soy extraño o que el mundo es un lugar extraño. Lo cierto es que cabalgamos, eso nadie lo puede negar. La amistad se construye en jornadas a caballo, como en los westerns: cabalgar en silencio, hacer café, disparar, huir, mirar hacia otro lado cuando hay que hacerlo, dar la vida por los que cabalgan contigo, no preguntar hasta qué día funcionará el milagro. Espero que dure, lo digo por mí, por mi egoísmo. Bueno, creo que ya está todo. Lo único que falta es poner su nombre, no he querido decirlo para que cada uno que lea esto ponga uno diferente, el de su o sus amigos, el de esa persona cuya imagen sale reflejada en este espejo hecho de palabras, quizá demasiadas.

No hay comentarios :