Las mujeres que se pintan en los espejos de los ascensores merecen mi respeto. Hoy cuando bajaba a por algo de comer he visto a una en el ascensor antiguo del edificio donde tenemos la agencia. Ella también bajaba y gracias a que esos ascensores son tan lentos y a que tienen ventanas en la cabina de madera he sido testigo de un momento absolutamente íntimo. Ella repasaba sus párpados con una brocha, primero uno, luego otro; mis pies se iban posando en los escalones, iban descendiendo casi más por intuición que obedeciendo órdenes de mi cabeza, que ya permanecía entregada a su voyeurismo poético y no quería saber nada de órdenes rutinarias. A veces el cerebro hace esas cosas, poner el piloto automático y los pies en alto, como hacen los comandantes de los aviones que cruzan el Atlántico por la noche y que, en medio de la quietud oceánica, relajan los músculos y pierden la vista en su propia vida. Ella no ha advertido mi presencia, regla número uno para el tipo de personas que observamos la vida: los espectadores. Decidir observar es una de las opciones vitales que más marcan. Te sientas y miras. No escoges defender causas ni alzar espadas ni pancartas ni salvarle la vida a los gatos que se suben a los árboles. Decides mirar. Una lectura superficial podría deducir que lo hago para ponerme a salvo del dolor, que el que no hace nada no sufre, que la pasividad es anestésica. Mentira. Hay mucho dolor en la observación, quizá más que en la acción. La observación te deja a merced de los actos ajenos, es decir, tu vida pasa a ser la vida de los otros, vives de la generosidad ajena, de su buena voluntad a la hora de permitirte ser un mirón no homologado que se cuela en los intersticios de una vida con el propósito de asistir a un milagro que poder conectar con otros milagros y luego sacar conclusiones. Lo que ocurre es que este deporte se convierte con mucha facilidad en algo enfermizo, una antigimnasia moral que va invadiendo todas las parcelas de tu vida, acabas mirándote en el mismo espejo, acabas desistiendo de la acción, acabas siendo tu propia estatua y los pájaros se posan sobre ti con sus nobles o innobles intenciones.
Pero mantengo mi respeto por las mujeres que se pintan en los espejos de los ascensores, y es una postura innegociable que no está supeditada a una u otra actitud. Es un respeto extensible a cualquier manifestación de la existencia ajena y cuanto más múltiple, más susceptible de valorar. Bendigo mi suerte de haber visto a la mujer del ascensor y que sus ojos no se cruzaran con los míos incomodándola. Creo que la vida es un viaje solitario en un ascensor, allí nos pintamos, allí ponemos a prueba la capacidad muscular de nuestras expresiones, el odio, la rabia, nuestra impaciencia, las ganas de llegar allí donde queramos llegar.
Cuando la mujer llegó a la planta baja abrió las puertas despacio y se cruzó conmigo bajando los escalones de la entrada del portal. Obviamente, aunque uno sea un mirón también es un caballero, le cedí el paso mientras mi mano derecha sostenía el portón de hierro y de mi cabeza salía la palabra gracias como esas palomas que salen de los sombreros de los magos.
22/11/09
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