7/11/09

La imaginación es peligrosa, por eso inventaron los centros comerciales, que son como clínicas de día para curar la insatisfacción. Vamos a estos sitios con la esperanza de encontrar la felicidad en una talla y color que vayan con nuestro estilo de vida, pero al salir, justo cuando la tarjeta del parking se introduce en la boca del monstruo, comprobamos que nada ha cambiado: el emperador sigue desnudo.
Los empresarios lo saben y por eso construyen más y más centros de este tipo, son gigantescas máquinas tragaperras de metacrilato en las que la gente introduce lo que gana con la esperanza de conseguir un premio que nunca llegará. De ahí la música ambiente, de ahí la sensación de que el tiempo quede en suspenso, de que si permaneces dentro la muerte no te encontrará nunca, porque la muerte se pone nerviosa en los probadores y empieza a arañar las paredes con su guadaña y le da arcadas y se marea con el aire acondicionado tan caliente.
Hoy he visitado uno nuevo, se llama Zielo, es como el cielo normal, el cielo estándar de los justos, pero con muchos más cristales y escaleras mecánicas. También influirá que ya tengo cuarenta y dos años y que a esta edad cada vez es más difícil que algo consiga abrirte la boca durante más de un segundo.
Cuando paseaba con mi mujer y mis hijas por los encerados pavimentos pensaba en lo vanal de la cultura contemporánea: franquicias, identidades corporativas de andar por casa, mujeres rubias adiestradas en el arte de las compras, hombres medio calvos que caminan como las futuras momias que serán un día, grupos de adolescentes con vocación de cobayas de laboratorio, metidos en esa noria gigante de la que no podrán salir. ¿Para qué hemos hecho todo esto? ¿Qué ha pasado para que un centro comercial se llame cielo con zeta? ¿Qué hemos hecho mal? Enseguida me pongo nervioso en estos lugares, necesitaría un arco y saetas de fuego para calmarme, clavar mis flechas en el techo y que la estructura que pende de cables de acero prorrumpiera en llamas y así las mujeres rubias comenzarían a chillar y correrían con sus bolsas al coche. Bonito espectáculo. Bonito aquelarre del consumo. En mi defensa diría que esa es la única manera de calmar mi insatisfacción, el método flamígero-poético; si además tuviera la posibilidad de transformarme en centauro la fiesta sería completa: un centauro desbocado que lanza flechas de fuego en un centro comercial, los guardias de seguridad me atacarían con sus porras, llamarían a la central utilizando sus comunicadores, la central mandaría a su gran bestia voladora para retarme a un duelo, pero me río yo de su bestia corporativa, me duraría un minuto y acabaría derrotada sobre las escaleras mecánicas y con el lomo lacerado de ardientes flechas. Pero no soy un centauro, sólo soy un ratón al que dan cuerda, como a todos, un minúsculo y asqueado asteroide de la constelación alfa, un humanoide de combate que hoy ha estado en el zielo.

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