2/11/09

Estoy escribiendo una cosa que se llama La ciudad de los chistes malos. No sé si será un cuento corto o dará para más. Esto es como cuando sales un día de casa con ganas de caminar, puede que llegues hasta la esquina y te vuelvas o que decidas andar tres horas seguidas; el resultado será bueno en cualquier caso, el resultado o el intento, que para estas cosas cuenta igual. La ciudad de los chistes malos es la historia de un vendedor a domicilio de productos de belleza en los años setenta; también es la historia de un suicidio y de unas vidas asfixiadas en un barrio obrero de las afueras de Madrid. ¿Por qué La ciudad de los chistes malos? Supongo que la desgracia es un chiste malo, la adversidad es otro, la soledad también cuenta como tal y la lista seguiría ad infinitum en la España de los años setenta o en cualquier otra época. Lo que me está gustando es la ambientación. Es difícil ambientar cuando escribes. Los paisajes es lo que puede salir más forzado, como esos cuadros de pintores de domingo que siempre insisten en sus cielos increíbles, en sus montañas irreales. El paisaje es un paisaje interior y si no, no es nada. El protagonista de la historia es un tipo experto en sobrevivir, con una herencia española muy marcada, un vividor, un follamadres altivo que no tiene dónde caerse muerto, pero que jamás lo reconocería ni ante el espejo. Ay, los hidalgos españoles y sus secuelas, cuántas alegrías nos dan, y es que nada ha cambiado desde la Edad de Oro, nada.
La historia narra un suicidio, casi contemplado por el protagonista, y como este suceso abre una puerta desconocida, un vacío en la conciencia del vendedor, una interrogación capciosa que le obliga a torcer el volante de su estudiada existencia.
Escribir es ver. Mejor dicho, escribir es que los demás vean; si no funciona el milagro todo se queda en palabras. Cuando le dé los folios a alguien deberá pasar eso, deberá meterse en la ciudad de los chistes malos y oler la excesiva colonia de Alfredo Fol, escuchar su tocadiscos Philips de madera y su heterogénea colección de música francesa de todos los tiempos; también deberá sentir el sonido de su teléfono verde de pared e incluso tocar con la mano el respaldo de su tresillo, que las yemas de los dedos viajen por el estampado muy despacio. Porque una historia se escribe para eso. Una amiga mía asegura tener, por voluntad propia, tres novelas en un cajón y no se las deja leer a nadie. Mmm, sospechoso. Creo que ningún escritor compartiría ese pensamiento o por lo menos yo no lo comparto, sobre todo porque mi amiga ya no tiene dieciséis años ni está en esa época de la vida en que por las noches escribes Querido diario, dos puntos.
Cuando La ciudad de los chistes malos esté acabada correré a por lectores; que la destrocen, que la critiquen, que la disfruten, que la malinterpreten, que se burlen de ella si es preciso: mi orgullo no se verá damnificado. Cuando una obra se termina deja de pertenecer a su autor y pasa al dominio de sus lectores. ¿Qué hubiera pasado si Thomas Mann hubiese guardado su Montaña mágica en un cajón? Prefiero no imaginarlo.

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