5/11/09

El sueño es un sistema compensatorio. Cuando no tienes nada que comer sueñas con comida, como lo contaba Primo Levi en su Trilogía de Auschwitz, un barracón lleno de esqueletos hambrientos que por la noche hacían ruidos con la boca: soñaban que comían y que sus mandíbulas masticaban; cuando asistes a algo así la vida toma un sentido diferente, ya nada es como antes. Por eso me hacen gracia los anuncios que utilizan la retórica de los sueños para vender cosas: el coche que siempre soñaste, las vacaciones de tus sueños, un televisor para soñar despierto; son argumentos básicos, argucias de palo y zanahoria para despertar a la bestia, esa que duerme acurrucada a nuestros pies con un ojo siempre abierto.
Cuando yo no tenía trabajo soñaba que trabajaba y el sueño rebosaba del recipiente de la noche e inundaba todas las horas: por la mañana cuando esperaba un tren en la estación y veía hombres de traje y corbata que miraban sus relojes o tecleaban sus blackberrys; cuando caminaba por el centro y veía los grupos de oficinistas que salen juntos a comer, siempre tres o cuatro hombres con dos mujeres, siempre uno de ellos marcando territorios o mostrando superioridad al grupo de machos, sus pasos lentos, sus conversaciones triviales de camino al restaurante. Era como si todo el mundo tuviera trabajo menos yo: los policías que regulan el tráfico con la visera del casco levantada y sus poses chulescas, el cajero del supermercado que me cobraba el pan, la profesora de mi hija, el cartero, la teleoperadora que me ofrecía tarjetas de crédito que no necesitaba, el hombre del tiempo con su traje brillante, el lateral que subía la banda los domingos por la noche en mi televisor. Todos menos yo. Me hubiera gustado hablar con Primo Levi y que me contara que sentía aquellas noches en Auschwitz cuando apagaban las luces del campo y comenzaba la letanía de ruidos, los sollozos, las bocas que se abrían y cerraban, las lenguas que chocaban contra el paladar soñando que masticaban un pastel de carne o muslos de pollo o buñuelos de crema puestos en una bandeja de alpaca sobre un mantel de hilo con la familia congregada en torno y la felicidad entrando por la ventana con sus alas desplegadas.
Qué básico es todo y qué universal y cómo está conectada la naturaleza humana a tres simples cables que se tienden a lo largo del tiempo uniendo épocas; por dentro de esos cables viaja la información básica, lo que nos nombra, la antropología necesaria para explicarnos dentro de otros miles de años o a otros seres que no sean como nosotros y se pregunten de qué estábamos hechos.
Y un día encuentras un trozo de pan que ha caído de una nube o encuentras un trabajo o te lo inventas y ese día vuelves a cruzar la línea y vuelves a jugar en el equipo de la teleoperadora y del hombre del tiempo y del policía chulesco y te dices a ti mismo: “he ganado, he sido capaz, vuelvo a estar aquí”; pero lo dices a media voz porque ya has estado al otro lado, conoces la vida más allá de la alambrada y nadie te asegura que nunca todo vuelva a repetirse y que tu lengua no vuelva a ascender al velo de tu paladar por la noche para recordarte que tienes hambre.

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