4/11/09

Cuando dejas de ver a alguien es como si dejara de existir. Pasa con los conocidos que mantienes en la agenda de tu móvil y que un día, comiendo solo y mientras esperas a que llegue el segundo plato, borras de tu lista de contactos. El teléfono te pregunta si deseas eliminarlo, como el que da una segunda oportunidad, como un padre que te pone la mano en el hombro para darte tiempo a recapacitar, como si tú fueras imbécil y hubieras llegado hasta el borde de ese acantilado para ver el paisaje o descubrir lo que se siente con tus punteras apuntando al vacío. Y cuando lo has hecho ubicas la mirada en algún punto no conflictivo del establecimiento y la mantienes ahí, muy quieta, y en ese momento tus ojos se convierten en los focos de un proyector dispuesto a pasar la película resumida de aquel conocido que ya no existe. Quizá tu ojo izquierdo se encargue de los momentos en que vuestras vidas coincidieron: quizá un viaje de trabajo, la espera en la sala vip de un aeropuerto alemán, algunas confidencias personales más fruto del tedio que de la supuesta intimidad, luego los dos dormidos en asientos de avión contiguos mientras la vida sostenía con su mano en alto la nave. Quizá tu ojo derecho se limite a la imagen que tenías de aquella persona; en esa película ya no sales tú, simplemente eres el observador, el mirón que se sienta en un bordillo para examinar la realidad y su desproporcionada colección de zapatos gastados.
Las personas que perdemos de vista se quedan paradas en el último lugar en que las dejamos; por eso es fácil que te encuentres de vez en cuando estatuas vivientes por las aceras, personas que agitan una mano a la puerta de un cine o que permanecen con los ojos cerrados en la pista de una discoteca vacía. Respecto al tiempo hay muchas teorías, unos dicen que hasta la eternidad, yo me inclino a pensar que el tiempo de permanencia estática (y aquí estoy con los Hermanos Grimm) no supera nunca los cien años.
Lo que pasa es que duele; no hablo de un dolor agudo, no es el de la carne sajada por un alfanje cuya hoja busca con rabia tu centro; es más un goteo en la conciencia, sí, una gotera en el desván de tu pasado reciente, una mancha infamante que irá creciendo cada día hasta que ya no puedas más y corras a la ferretería a por yeso y pintura y con resignación abras la escalera metálica y subas y silbando bajito restaures la zona dañada. Después bajas y piensas que sólo era un conocido, un nombre en una lista de contactos que tu teléfono se encargaba de memorizar por ti. Pero deja de existir. Tu acción ha desencadenado su muerte, le has dicho que se fuera y que se llevara su sombra, que nada suponía ya, que poco te importaba si descendía a la oscuridad de Hades o dormía con serpientes. Por eso, cuando el camarero se lleva el segundo plato y te trae un café y un vaso corto con hielo y tú coges el sobre de azúcar por un extremo y lo columpias en el aire antes de abrirlo, justo en ese momento, te sientes el monarca del país de la soledad.

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