24/11/09

¿De qué vale que sepamos en cuántas partes se divide el estómago de una vaca si no sabemos interpretar los sentimientos de los demás? Debería haber una asignatura en los colegios que se llamara Relaciones humanas, sería bueno aprender desde pequeños a circular por la vida sin chocar con los demás, sin arañar su piel en una esquina con la excusa de yo soy como soy y asunto resuelto. Las relaciones humanas son más necesarias que el inglés. He estado en reuniones en las que un imbécil se hacía entender con otro imbécil en su lengua materna pero ninguno de los dos comprendía la postura del otro. Es escandaloso comprobar a diario nuestra incapacidad para ponernos en el lugar de otra persona. Imagino que la sociedad de consumo no nos ha ayudado mucho prometiéndonos el placer de la individualidad, cada cosa que compramos o deseamos es un castillo en el que escondernos del resto, una promesa de que las enfermedades no nos alcanzarán ni la muerte sabrá dónde estamos mientras deseemos algo con mucha fuerza. Lo que pasa es que somos vísceras, tejidos, líquidos que transportamos, aparentando dignidad, de un lugar a otro. Abrimos botellas de vino francés para olvidar que abiertos en canal no distamos mucho de cualquier mamífero vertebrado. ¿Por qué será tan difícil entender a los demás si todos compartimos un mismo sistema sanguíneo? Por eso deberían enseñarnos relaciones humanas. Confieso que es un tema en el que no puedo dar lecciones a nadie, siempre me ha costado mucho entender el punto de vista ajeno, valorarlo, aceptarlo, interpretarlo. La madurez, dicen, es un proceso por el cual nos predisponemos a mirar dentro de los demás con ciertas garantías de éxito, y en esto creo que no hay ningún secreto, es el tiempo el que permite esta maniobra, es él quien nos pone un espejo delante y no nos lo quita las veinticuatro horas; a fuerza de aprender de memoria nuestros ruidos, nuestras grietas, nuestras zonas vulnerables aprendemos que los demás (el resto) obedecen a los mismos principios. Vale. Todo esto parece muy fácil aquí y yo puedo pasar por un pretencioso gurú de la hermandad subido a mi ridículo cojín de dar charlas, pero la realidad es más compleja porque no hay fórmulas ni atajos, cada uno tiene que enfrentarse a su toro de la forma que crea y con la certeza de que acabará corneado y volteado y puede que los asistentes aplaudan la peripecia o estallen en carcajadas ante la ocurrencia.
Si volviera a nacer me gustaría que me enseñaran a relacionarme con los demás, a decir hola, a hacer cosquillas, a dar sorpresas, a preguntar qué te pasa, a decir feliz cumpleaños sin que parezca una grabación, a tocarle el brazo a alguien sin que se activen sus mecanismos de defensa, a mirar a los ojos sin que nadie piense que estás saltando la verja de su casa. ¿Tan raro es lo que pido?

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