2/10/09

Yo no elegí este tiempo ni la chica morena de la coleta que sale y entra de la barra con platos y tazas vacíos en asombroso equilibrio ni su compañera rumana que de tanto en tanto la mira y la sonríe con una complicidad que da fuerzas para seguir viviendo. Imagino que tampoco eligió este tiempo el portero del edificio donde trabajo, un hombre que de puro triste parece echar carreras con el ascensor de cabina de madera a ver quién se muere antes. Ninguno de nosotros elegimos este tiempo pero aquí estamos, subiendo y bajando, vaciando vasos y llenándolos, rascándonos la nuca, las orejas, los tobillos, esperando algún milagro más allá de las nubes, masticando, acordándonos de claves para entrar en sitios, poniendo caras raras al hablar por teléfono, al afeitarnos, al despedirnos de alguien, caras de ver las noticias y caras de bajar la basura, nuestra colección de caras de todos los días.
Ahora mismo en Palo Alto son las siete de la mañana mientras que en La Habana son las diez. Esos dos sitios estarán llenos de gente que tampoco ha elegido este tiempo, gente que aun duerme o que exprime pomelos para desayunar o se mira hastiada al espejo o habla con su perro o se masturba en la cama mirando al techo y luego se ducha y piensa en su cuerpo y le parece extraño estar allí debajo de un chorro girando lentamente, completando una función que la rutina ha perfeccionado hasta el absurdo.
Nunca he llegado a entender muy bien el mecanismo del tiempo y reconozco que me obsesiona, es el gran tema, el único tema, ¿qué hace el tiempo con nosotros, a qué juega, cuáles son sus planes? Silencio. Tiremos de nuevo los dados y volvamos a preguntar. Tiempo, ¿qué nos dices? Más silencio.
La camarera morena pasa de nuevo y mi café se acaba, los asuntos perecederos terminan, las pausas se borran, los botes de colonia se vacían, las zapatillas de casa se gastan y pronto les salen agujeros; a la vida también le salen agujeros, muchos y variados por los que se escapa lo que somos o pretendemos ser. El hombre que se duchaba cierra el grifo, la chica de La Habana pedalea en su bici y sube la cuesta para llegar a su trabajo y lo hace despacio mientras el cielo caribe saca su caja de pinturas y lo embellece todo sin motivo. El portero de mi edificio levanta una ceja cuando paso y ese es el saludo que me toca, mañana me espera otro idéntico, la misma ceja, quizá no tenga un manojo de llaves en las manos cuando lo haga y sea un listón de madera lo que estará mirando, investigando, preguntándose al hacerlo el sentido de todo, la colocación exacta de las piezas, el orden natural de la material orgánica cuyo noble embajador descansa en sus manos. El ascensor sube, lo hace despacio, quizá él sea el único que tiene respuestas para todo esto.

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