12/10/09

Supongo que todas las panaderías huelen igual, todas desprenden el mismo olor cuando el pan está recién hecho, es algo de lo que no merece la pena hablar. Tampoco merece la pena hablar de lo bien que olía la panadería de Valeriano, en la calle de Españoleto, durante el periodo de 1970 a 1978. Sin embargo cada vez que entro en una panadería pienso en la panadería de Valeriano. Este pensamiento reiterativo me hace pensar en la naturaleza de la nostalgia. Puede pasar como el sufrimiento de pensar en algo que se ha tenido y ahora no se tiene, un anhelo del pasado, a menudo idealizado y poco realista. Un sentimiento de pérdida que no deja de ser un simulacro de la muerte, esa cesión temporal (no como intervalo de tiempo sino como cese de una dimensión) de todo lo físico. Las barras de pan que Valeriano cogía con ambas manos e introducía en la bolsa de tela que mi madre me daba para bajar a la panadería siguen calientes, siguen crujientes. Igual que la pelota que arrojó Dylan Thomas cuando jugaba en el parque: aún no ha tocado el suelo. Semejantes fenómenos sólo pueden ser explicados por la fuerza del único sentimiento que funciona hacia atrás y que es capaz de llevarnos en esa dirección durante toda la vida.
El jersey de Valeriano era gris oscuro y de pico, me atrevería a afirmar que sólo tenía ese, igual que su camisa blanca, siempre la misma. Nunca le vi o nunca le he recordado con un suéter de cuello alto de color rojo o verde manzana, nunca con una camisa negra de generoso cuello, nunca con una chaqueta cruzada, nunca con una camiseta ceñida, nunca con abrigo, aunque supongo que lo tendría para cuando abriera su panadería de madrugada en el mes de enero. Mi visión de la panadería corresponde a un punto de vista de un metro sobre el suelo, a esa altura puedo responder por la colocación casi milimétrica de los bollos industriales de la casa Bimbo o Panrico; al alcance de mi mano estaban los Bonys, Tigretones y Bucaneros, una trilogía difícil de separar, un triunvirato que mandaba en mi cabeza e imponía sus leyes más fieras. Los donuts eran envueltos en el aire, más que rosquillas glaseadas parecían acróbatas chinos que se adherían en pleno movimiento a un finísimo papel de estraza que volteaba para acabar anudado, así viajaba después conmigo, así entraba en la clase después de pasar el peaje de María, la dulce María desde su estatuilla azul celeste que lo vigilaba todo desde el corredor.
Más que nostalgia es un intento forense, una autopsia objetiva del pasado en la que el tiempo ha permanecido en una camilla con las tripas sacadas y el cráneo abierto, un regalo para la curiosidad ajena, deleite de aprendices o jóvenes recién iniciados en las artes narrativas. La camilla en la que reposa el cadáver de Valeriano volverá a la cámara frigorífica: el asunto parece zanjado, en el informe se adjuntará este texto así como alguna fotografía del finado que su familia haya tenido a bien ceder.
Cuando cierro el nicho frigorífico vuelvo a oler a pan. Dylan Thomas, con su peto ensangrentado, me mira y asiente como queriéndome decir que no hemos inventado nada, después se da la vuelta y vuelvo a escuchar el moscardeo eléctrico de su pequeña sierra circular.

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